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Al principio no fue así. La Iglesia
nació de unas experiencias profundas sobre Jesús que tenían
poco que ver con los caminos que luego recorrería en su historia.
Lo primero que va a proclamar Jesús es una Buena Noticia para los
pobres: «Dichosos vosotros los pobres, porque vuestro es el Reino
de Dios»; los pobres, que no tenían nada que decir dentro
del pueblo de Israel, ten-drán mucho que decir dentro del Reino
de Dios que está a punto de inaugurar en medio de su pueblo. Y
a la vez tendrá una mala noticia para los ricos y poderosos del
pueblo de Israel: «¡Ay de vosotros los ricos, porque ya tenéis
vuestro consuelo»; los ricos no necesitan el Reino de Dios, ya se
consuelan con su riqueza y con el dominio que tienen sobre los pobres.
A medida que transcurre la vida de Jesús, tiene que enfrentarse
con los dirigentes de Israel, y, al fin, con los dirigentes del imperio,
que son los que le condenan a muerte. Las primeras comunidades cristianas
permanecen enfrentadas con los dirigentes tanto de Israel como del imperio
porque siguen siendo fieles a lo que les enseñó Jesús
por su preferencia por los más débiles y a su re-chazo a
los más ricos y poderosos de su tiempo.
Pero en el siglo IV se produjo un giro espectacular en la Iglesia de Jesús,
por el que empezó a ser religión oficial del imperio romano,
el mismo que mató a Jesús. El artífice de esta nueva
actitud fue Constantino, y el «constantinismo» es el nombre
que se da a este giro insospechado que se produce entre Iglesia e imperio.
1. El constantinismo
Constantino es el primer emperador romano que se hizo cargo de que la
actitud de enfrentamiento con la Iglesia cristiana no era buena ante todo
para el imperio romano. El imperio necesitaba la energía incontenible
de la Iglesia para mantenerse en pie ante los peligros que se cernían
sobre un imperio decadente. Fruto de esto fue el «edicto de Milán»,
en que se promulgaba la tolerancia religiosa que Constantino declaraba
a la Iglesia cristiana.
Pronto se vio el favoritismo en que cayó el empera-dor frente a
la Iglesia, y la postración en que se hundió la Iglesia
frente al emperador, hasta el punto de no saberse si el imperio se eclesiastizó
o la Iglesia se impe-rializó con la nueva situación.
Por de pronto, lo primero que aparece es la injerencia del emperador en
los asuntos internos de la Iglesia, hasta que él mismo convoca
el Concilio de Nicea para arreglar los problemas eclesiásticos.
El concilio de Nicea fue el primer concilio de la Iglesia que es convocado
por el emperador, sin que contaran para nada los obispos ni siquiera el
obispo de Roma. Los obispos se sienten muy a gusto en el palacio imperial,
presididos por Constantino en el sillón dorado que estaba reservado
para él, pudiendo usar para sus viajes las postas del imperio,
de tal manera que los carruajes episcopales les convertían en funcionarios
del Estado que habían llegado a ser por el mero hecho de participar
en el concilio. En esas circunstancias, la Iglesia «recibía
cartas, honores y donaciones de dinero por parte del Emperador».
Durante el siglo IV la Iglesia se «imperializa» en muchas
de sus pretensiones, sobre todo de sus clases dirigentes.
- Los obispos se convierten en grandes señores den-tro de la Iglesia
cristiana, hasta el punto de que ha podido hablarse de una cierta «faraonización»
del minis-terio episcopal, de modo que se han vuelto irreconoci-bles para
muchos cristianos de a pie: vestidos con un ropaje espléndido,
con el palio y la estola, con el anillo, báculo y mitra, como propias
«insignias» que han llega-do hasta nosotros, son el testimonio
de los personajes «insignes» en que se han convertido. Así,
la Iglesia de Jesús, contra su misma esencia, comienza a funcionar
con aires imperiales a lo largo de toda la Edad Media.
- El clero pasa a ser el protagonista en la Iglesia, y dejan de serlo
las comunidades locales, como lo habían sido hasta entonces. La
«jerarquía» comienza a ser una realidad consistente
en sí misma, con todos los privilegios que le vienen del imperio
cristiano. Como en el imperio, surgen las órdenes «clericales»
y comienza la separación entre el «clero» y los «laicos»,
que son ya el pueblo cristiano en general. El clero se concentra cada
vez más en torno al altar, y en las «basílicas»,
que eran hasta entonces los palacios de los emperadores, se reserva un
espacio para los laicos que empiezan a ser los «asistentes»
a un espectáculo en que los «celebrantes» son clérigos.
2. El «poder espiritual» y el «poder
temporal»
Pero hay más todavía. La reforma de Gregorio VII en el siglo
XI es un paso adelante en la Iglesia «imperial»: el poder
espiritual de la Iglesia está muy por encima del poder temporal
de que gozan los emperadores. Toda la intención de Gregorio VII
va dirigida a entender el poder espiritual de la Iglesia totalmente centrado
en el papa, o, más exactamente en la «monarquía papal»
a la que debe subordinarse enteramente el poder temporal.
De aquí nacieron los «dictatus papae» que en sus 27
proposiciones, resumen todos poderes fundamentales del papa: la Iglesia
romana, fundada por Cristo, es infalible, y, por tanto, es necesario estar
de acuerdo con ella para ser considerado católico; el papa es santo
automática-mente, una vez ordenado canónicamente; él
es el único legislador, fuente y norma de todo derecho, juez supre-mo
y universal que no puede ser juzgado por nada ni por nadie; al papa le
es permitido destituir a los emperado-res; sólo él puede
usar insignias imperiales; es el hombre al cual todos los príncipes
besan los pies.
Así pues, se trata aquí de una sublimación del papa,
en virtud de su «poder espiritual», que le convierte en el
mayor soberano de Occidente. No sólo tiene un poder «imperial»
sobre todos los emperadores de la tierra, sino que todo el poder temporal
de los mismos debe someter-se a su poder espiritual. No sólo puede
utilizar «insig-nias imperiales», sino que utiliza la tiara,
que usaban los persas y que consta de tres coro-nas por las que el papa
desempeña una autoridad que, como papa y obispo, tiene sobre reyes
y emperadores que le da el ser representante de Dios y de Cristo en toda
la tierra.
Por todo ello, el papa tiene «las llaves» del Reino, tanto
la llave espiritual como la llave temporal, por las que puede imponerse
al poder de todos los potentados de la tierra. La «plenitud de potestad»
del papa alude a un poder absoluto, al cual todo está sometido
en el cielo y en la tierra por la que puede considerarse como «señor
de todos los bienes temporales».
De este modo, el papa se convierte en el gran señor de Occidente,
y llegará a cumbres insospechadas, tanto en el siglo XIII como
en la época del Renacimiento. Cuando, por ejemplo, Inocencio XIII,
en el siglo XIII, decía que el papa «está a medio
camino entre Dios y el hombre, es menos que Dios pero más que un
hombre», está expresando la conciencia de ser, sin comparación,
el mayor poder de la tierra, al que debe someterse cual-quier otro poder.
Así, este tipo de «monarquía papal» que comienza
con Gregorio VII se prolonga a través del segundo milenio de la
Iglesia hasta el siglo XX, en el cual sucede esa gran aventura eclesial:
el Vaticano II.
3. Juan XXIII: «sacudirse el polvo imperial»
No hay remedio mejor para huir del imperialismo en la Iglesia que acudir
al Evangelio, que se convierte en «principio evangélico»
contra todo el engrandecimiento por el que han pasado los jerarcas en
la iglesia. Hay que bajar a ese punto en que todos coincidimos, ser «cristia-nos»
sin más, por debajo de todo lo que nos diferencia. Ésta
será, sin duda, la gran sacudida del polvo imperial que se ha depositado
a lo largo de los siglos en la jerarquía eclesiástica. Lo
que hace la Iglesia en el Concilio fue «adquirir una nueva conciencia
de sí misma, la conciencia de formar parte de la historia humana
como Pueblo de Dios».
A pocos extrañará ya que, después se haya producido
en la Iglesia una situación de «involución»
y «restaura-ción» que volvió prácticamente
sospechoso todo lo que había ocurrido en el Vaticano II. En sectores
muy influ-yentes de la Iglesia, principalmente de la curia romana, surge
muy pronto la necesidad de frenar todo lo que viniera del concilio si
no se quiere asistir en poco tiem-po a una completa destrucción
de la Iglesia.
¿Qué es lo que molestaba especialmente de esta gran asamblea?
Molestaba muy concretamente la postura del concilio de poner en primer
plano al «Pueblo de Dios» presentando a la «jerarquía»
como enteramente «al servicio» del Pueblo de Dios.
¿Cómo no ver aquí esa pretensión de mantener
la «monarquía papal» como centro hegemónico
de la primacía sobre el mundo y sobre el poder de los gobier-nos
que la minoría conciliar pensaba poder ejercer como Iglesia tal
como se había pensado desde siempre, que era como decir desde el
constantinismo y desde la época postridentina?
Está ya de moda en la actualidad exigir para la Iglesia un protagonismo
en los problemas morales y religiosos que nadie puede ocupar en lugar
suyo. Es decir, la jerarquía eclesiástica y más particularmente
el Vaticano, se siente llamada a ocupar en la actualidad un puesto central
en la historia de la humanidad que le otorga la hegemonía en asuntos
importantes, como representante que es de la hegemonía de Dios
en el mundo. Hay aquí una suerte de imperialismo que le da derecho
al papa, y a los demás obispos como legados suyos, a decir cosas
sobre el divorcio, el aborto, o los modelos de familia que concuerdan
con lo que ha ense-ñado siempre la Iglesia, que sólo ellos
pueden decir «en nombre de Dios».
Estoy convencido de que, tal como van las cosas, la visión imperial
de la Iglesia tiene todavía mucho futuro por delante.
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