CULTURAS EN
DIALOGO
Paulo Suess
El diálogo cultural en las
Américas está hipotecado por el pasado colonial y por la
hegemonía contemporánea del pensamiento neoliberal. Incluso sin
colonización y sin el monólogo del pensamiento hegemónico,
el diálogo entre las personas de diferentes culturas nunca es
“natural”. Convivir con la diferencia siempre exige un aprendizaje.
En un mundo marcado por contactos
interculturales, facilitados por los medios de comunicación y forzados
por migraciones e interdependencias económicas, el diálogo entre
las culturas es una exigencia de la convivencia y de la sobrevivencia de
diferentes proyectos de vida. Pero el diálogo es también una
neceisidad en el interior de cada cultura, donde emergen conflictos entre
tradición e innovación.
1.
Conceptos
El mundo contemporáneo nos
confronta con conceptos diferentes de cultura. Un concepto es una lectura de la
realidad en función de determinados intereses. Nuestro interés es
la vida de los pobres, con dignidad y en justicia, en la diversidad de sus
culturas, en armonía con toda la creación y con cada criatura. En
medio de los múltiples conceptos de cultura hay dos que destacan:
-la cultura como un sector o una esfera de actividades humanas, al lado de la esfera
sociopolítica y económica; en este caso, la cultura es
considerada “ideología” en el sentido amplio
(educación, arte, religión, actividades espirituales e
intelectuales), y
-la cultura como totalidad de las actividades humanas.
Nuestra lectura de “cultura”
está más cerca de este segundo concepto, que es holístico,
al hacer énfasis en la textura cultural que permea todas las actividades
humanas. Así, la cultura está configurada por un conjunto de
prácticas que caracterizan el “proyecto de vida” de un
pueblo o grupo social. Las actividades culturales están orientadas a la adaptación y organización de la
vida, y a la expresión e interpretación del sentido de esa vida. A través de su cultura, los grupos
sociales se adaptan a su medio ambiente, se asocian unos a otros, crean lazos intra e interculturales e instituciones
sociales, expresan su pensamiento y
sentimiento e interpretan su estar-en-el-mundo
y sus sueños de un futuro mejor, el sentido de su vida y el grado de
autonomía o dependencia de su Dios creador.
La cultura representa, en una primera
instancia, una larga herencia de la naturaleza
que nos enseñó a poner “orden” y comportamientos
controlables en el caos, en el acaso y en la contingencia. En este aspecto de
organización programada, la humanidad todavía está
próxima al reino animal, que también tiene una cierta
previsibilidad organizacional. Las actividades sociales de las abejas, en su
conjunto, son muy organizadas y previsibles. En una segunda instancia, la cultura nos capacita para abandonar las costumbres heredadas,
biológicamente enclavadas en el DNA comportamental y culturalmente
guardadas en instituciones, leyes, normas y comportamientos
“correctos”. En las culturas existe una disputa permanente entre la
innovación individual y la tradición colectiva.
La segunda instancia, la libertad
individual, forja un nuevo elemento: la quiebra del inmediatismo de la confrontación
con el mundo a través de los sentidos. A
través de la cultura, los seres humanos rompieron conel inmediatimso de
la pereceptión de los sentidos (del mirar, palpar, escuchar…) e
introdujeron mediadores simbólicos, como la lengua, el arte, el mito, la
religión y la ciencia. Estos actúan entre el objeto observado y
elsujeto que observa. Por el distanciamiento simbólico entre sujeto y
objeto, la confrontación inmediata con
el mundo se transforma en comprensión del mundo. El distanciamiento de los objetos observados,
simbólicamente mediado, es el acto fundador de la cultura.
La comprensión puede ser una forma
de dominación. La humanidad trató progresivamente de librarse de
la dominación de la naturaleza “desconocida”, aumentando su
comprensión o su conocimiento, inventando mediaciones simbólicas
–lengua, religión, técnica- como medios para manipular las
fuerzas-objetos de la naturaleza que causan miedo. La lengia, por ejemplo,
permite nombrar objetos, distanciarse de ellos y dominarlos. Mitos y
religiones, lenguas y conceptos, se volvieron exorcismos de las fuerzas
naturales que domnaron la humanidad. Al integrar en historias (mitos) y
conceptos, y dar nombres a estos “demonios”, el proyecto de vida
dela humanidad ganó la batalla. Por la mediación de la
religión la humanidad procuró solucionar la cuestión de la
vida después de la muerte “natural”ç La
técnica resolvió, parcialmente, la cuestión de la
imprevisibilidad y de la dependencia de la naturaleza. La transformación
simbólic de la experiencia inmediata de los sentidos en significado,
estabiliza la naturaleza interior de los afectos y la exterior de los
“demonios”.
La mediación simbólica,
cuya génesis debe ser pensada en una segunda instancia, donde
surgió la libertad individual, tiene un efecto retroactivo y se proyecta
en la conciencia humana sobre la fase anterior de la evolución, como si
no hubiese ya “naturaleza” o “programación
biológica” en la acción cultural. En base a eso, el
pensamiento moderno comprendió la “cultura” como enemiga de
la “naturaleza”. Rompió las conexiones que permitían
comprender al ser humano como parte integrante de la naturalezas. A partir de
ese momtno, la relación entre naturaleza y cultura humana se caracteriza
por la dominación y explotación em perjuicio no sólo de la
naturleza “objetiva”, sino también de la naturaleza
“subjetiva” quie sobrevive en cada ser humano. La
destrucción de la tela orgánica que existe entre la vida en
estado de naturaleza y la vida organizada en las culturas produjo no
sólo el desastre ecológico, sino un deterioro generalizado de la
cualidad de vida, sobre todo para los pobres.
Las dos instancias dela cultura (tradición e innovación) ya
mencionadas, están atravesadas por dos ejes: uno
estructural-sistémico, y otro histórico. El eje temporal nos
permite asumir experiencias del pasado y construir un futuro que no representa
sólo la reproducción del presente. La dimensión
histórica de la cultura hace comprender que no existe un cultura
“pura” o “perfecta”. En la misma cultura crecen el
trigo y la cizaña, viven fuerzas constructivas y destructivas. A causa
de la ambivalencia de cada cultura, ninguna puede dictar normas para la otra.
Sinembargo, las “estructuras de pecado”, que atraviesan las
culturas, no configuran una “cultura de muerte”. Afirmar la
existencia de una “cultura de muerte” significaría equiparar
una cultura humana con una cultura de abejas asesinas.
El concepto “cultura” nos
sitúa en el territorio de la evolución humana que rompe con la
visión de la creación de una primera pareja humana perfecta, que
por la caída –el “pecado original”- habría
perdido su perfección (o su “estado de gracia”). La
teoría de la evolución biológica y cultural, hoy aceptada
por el conjunto de la humanidad, nos dice que no hubo caída de un estado humano superior a un estado inferior. La
evolución humana, en su conjunto, representa una ascensión biológica
cultural de lo anorgánico a lo orgánico, de los primates
hacia el homo sapiens.
La evolución de la realidad
humana, sin embargo, tampoco es lineal. La realidad humana es, como la propia
vida, ambivalente. La evolución del individuo y de la colectividad, que
en su conjunto es progresiva, puede también retroceder. La violencia y
las guerras del siglo XX –Auschwitz, Gulag, Hiroshima- nos ofrecen
ejemplos de regresión cultural. Y la exclusión social apunta a
nuevas formas de retroceso. No sólo el superhombre, también el
ser subhumano amenaza a la humanidad.
2.
Objetivos.
El diálogo presupone convicciones
propias que adquirimos a través de nuestra socialización cultural
y por la experiencia de la vida. Si no estuviésemos convencidos de la
“superioridad” de nuestro proyecto, si no consideráramos
nuestras verdades como más probables, nuestras descripciones de la
realidad como más pertinentes y nuestras creencias como más
razonables que las de los otros, tendríamos que adherirnos, por un
mínimo de honestidad, a otro proyecto. Quien valoriza y ama su proyecto
de una manera adulta, puede también respetar y defender el proyecto del
Otro.
Las convicciones propias, en la forma de
“etnocentrismo feliz”, muchas veces, son instrumentalizadas por los
gobernantes, tratando de encontrar compensaciones simbólicas para el
pueblo frente al fracaso político. Afirman una identidad entre Estado,
cultura y nación, sugiriendo que la esfera política de la nación
y de la nacionalidad está encima de los conflictos de clase. El
nacionalismo es pobre en contenido y puede ser manipulado por los
símbolos cuyas raíces se encuentran en los orígenes de la
humanidad, donde sirvieron para encuadrar los demonios en leyendas o para
dominarlos por la invocación de sus nombres. Del “etnocentrismo
feliz”, a veces, sólo hay un paso a las luchas por la identidad
del “etnocentrismo infeliz” articulado con el fundamentalismo
étnico, autoritarismo político y fanatismo religioso.
El diálogo puede tener dos finalidades
distintas: la “comprensión”
y el “respeto”. La
comprensión apunta a un consenso
progresivo de contenidos. Sus defensores afirman la existencia de una
razón universal previamente innata o históricamente posible de
ser construida. Por consiguiente, buscan en las otras culturas
“semejanzas”, “correspondencias” y
“arquetipos”, para apostar por un proceso ontológico y/o
histórico de homogeneización y asimilación cultural. La
otra finalidad mira no el contenido
progresivamente semejante o igual, sino “sólo” respeto
formal y reconocimiento recíproco para con las tradiciones auténticas y las orientaciones
normativas de los Otros. En ambos casos, el diálogo, aunque con
finalidad diferente, es posible.
Siendo así, para unos la finalidad
del diálogo intercultural es la comprensión recíproca con
una perspectiva de unanimidad en los contenidos esenciales de cada proyecto de
vida (cultura), mientras otros insisten en el relativismo de las razones
culturales y contextuales. En este caso, la diferencia sustancial entre
diferentes proyectos de vida impide un acuerdo sobre contenidos, credos o
normas. Pero, más allá de las diferencias culturales, debe haber
algo que nos une en cuanto proyecto de la humanidad, como por ejemplo: la
solidaridad para con los más débiles, la construcción de
un mundo habitable para todos, y la responsabilidad para con todo el planeta
tierra, por causa de las generaciones futuras. Ninguna cultura, ninguna
metacultura o supercivilización, ni siquiera aquella que se impone como
hegemónica puede llevar a cabo, ella sola, estas tareas. La
solución no viene de una cultura,
porque “cultura” significa “propuesta de vida
particular”, sino de un nuevo modo de relacionarse las culturas entre
sí, incluso para fortalecerse frente al mundo globalizado. Este nuevo
modo de inter-relacionarse se articula en el “diálogo
cultural”.
Teniendo en mente las dos finalidades del
diálogo entre las culturas, la comprensión y el respeto, se delinean las
siguientes condiciones básicas para su realización:
-primero, convicciones propias de cada
participante en el diálogo;
-segundo, un conocimiento aproximativo de
la lógica cultural del Otro;
-tercero, un reconocimiento de
lógicas contextuales y verdades históricas de las diferentes
causas y proyectos;
-cuarto, la disposición para un
aprendizaje mutuo;
-quinto, un horizonte universal,
invitativo y responsable, frente a los no participantes en el respectivo
diálogo. El “horizonte universal” configura la “causa
mayor” (justicia, igualdad, paz), que puede articular diferentes
“causas particulares” (causa indígena, movimiento sin
tierra, migrantes, excluidos).
3.
Conflictos
Al inicio de la vida de cada uno, la
cultura no es una opción. Nacemos arbitrariamente en una aldea o ciudad,
en una case social y en una cultura. Todo podría haber sido diferente.
La socialización cultural, que llamamos enculturación o endoculturación, nos
dice: nuestro mundo es el mundo. Más tarde aprendemos que nuestro mundo no es el mundo, sino un mundo entre otros.
Los conflictos culturales surgen de cuestiones
de disputa por el poder, de sentido y de cuestiones económicas que las
culturas producen y administran de maneras diversas. Todos estos conflictos
tienen un lado intercultural –conflictos entre diferentes culturas- y
otro intracultural, que refleja los conflictos en el interior de las
respectivas culturas. El conflicto
de poder entre las generaciones, por ejemplo, se puede manifestar como
conflicto entre diversos saberes: el saber tradicional, de los ancianos con su
experiencia de vida, que constituye una sabiduría, y el saber
científico contemporáneo de los jóvenes
pragmáticos, que dominan tecnologías complicadas sin ser
necesariamente sabios. El equilibrio cultural entre herencia e
innovación, entre saber contextual y saber universal exige en cada
generación nuevas “negociaciones”.
El diálogo comienza cuando nos
hacemos capaces de distinguir convicciones de proyecciones, y por tanto cuando
no proyectamos ya la “barbarie” sobre la cultura del Otro, y
admitimos que ella es una posibilidad en todas las culturas. Para los
conquistadores de América, que se consideraban portadores de
“cultura”, ”civilización” y
“progreso”, los pueblos conquistados vivían culturalmente en
la “barbarie” y religiosamente en la “idolatría”
o “magia”. Desde la sociedad de Sócrates –por otra
parte, maestro del diálogo- la dicotomía entre
“civilización” y “barbarie”, entre
“ciudadanos” y “bárbaros”, forma parte del fondo
civilizatorio occidental.
El conflicto entre
“civilización” y “barbarie” está
atravesado por otro conflicto entre “contexto” y
“universalidad”. Desde la Antigüedad se libra una agria
disputa entre contextualistas y universalistas sobre posibilidades y
modalidades de un diálogo entre culturas. Los contextualistas apuntan a
versiones locales de racionalidad y normatividad. Afirman que cada cultura
representa un proyecto de vida tan peculiar, con gramática, diccionario
y comportamientos normativos propios, que solamente aquellos que pertenecen a
la misma familia cultural pueden realmente entender el significado del
respectivo mundo simbólico.
En este caso, un diálogo entre
culturas es un diálogo entre sordos, ya que cada interlocutor comprende
sólo los señales y lenguajes de su propio universo cultural. Los
parámetros de las otras culturas pueden ser aprendidos y vividos
paralelamente, en un bilingüismo existencial. El paradigma de la
inculturación apunta a esta posibilidad de vivir, al mismo tiempo, en
dos universos culturales. Pero, este aprendizaje es muy limitado, lo que hace
comprensible la desesperación del jesuita José de Anchieta ante
las 600 lenguas indígenas encontradas en el virreinato del Perú.
El contextualismo, en su versión de relativismo radical, afirma la
inconmensurabilidad de los parámetros de lo verdadero y de lo falso
entre diferentes racionalidades culturales.
Los universalistas, a su vez, afirman ,
en la escuela de la filosofía griega (Platón), del cristianismo
(Agustín), de la modernidad y de la civilización
hegemónica, que existe una racionalidad común a todo el género
humano que permite una comprensión universal. El diálogo
profundizaría y ampliaría esa comprensión. Generalmente,
los universalistas subordinan la diversidad contextual a su universo cultural,
recurren a jerarquizaciones estructurales o a explicaciones evolucionistas,
admitiendo que la diversidad tiene su origen en la pérdida de una unidad
primordial. La diversidad, en este caso, es el resultado de la evolución
y/o degeneración histórica. Pero la unidad primordial, aunque
perjudicada (por el pecado, diría Agustín), está presente
en la racionalidad y en la finalidad del destino común para el
género humano. En su forma extrema, este universalismo está
corrompido por la hegemonía del más fuerte. Explica la diferencia
como inferioridad y la pobreza como atraso.
4.
Horizontes
Entre las soluciones extremas de un
universalismo y contextualismo independientes se puede pensar en un modelo en
el que la dimensión universal forma parte de la dimensión
contextual y viceversa. El diálogo entre culturas es un foro de paz, que
procura transformar la irracionalidad de las armas en racionalidad de las
“palabras verdaderas” y la irresponsabilidad narcisística en
voz atenta al otro. Entre intereses propios e indiferencia frente al Otro, el diálogo es la voz de la responsabilidad
y de la memoria.
El diálogo, que expresa una
racionalidad construida y compartida, no sólo cuestiona la “ley
natural” del más fuerte, la fatalidad del destino y la
normatividad de aquello que es, en una determinada época, cultural y
políticamente correcto, sino que contesta también una
racionalidad ahistórica y descontextualizada. El diálogo, como
conquista humana que interfiere en la naturalidad, linealidad y fatalidad de
los atontecimientos y de las estructuras sociales, es un dato cultural, como también
la propia racionalidad lo es.
En el horizonte de “culturas en
diálogo” está la paz universal, el shalom, que emerge de la construcción de una humanidad compuesta
por una inmensidad de culturas. Los sujetos de cada una de estas culturas
consiguen ver partes de su sueño y proyecto presentes en los
sueños y en los proyectos de los Otros. La paz no será resultado
de dialécticas eleminatorias o complementariedades
funcionalistas e integracionistas. Propongo un nuevo paradigma, el de
la concomitancia diferenciada y
articulada. Es el horizonte utópico de la coincidencia
de opuestos, según el sueño de Nicolás de Cusa
(1401-1464), seguidor de Raimundo Lúlio y el Maestro Eckart. La concomitancia
diferenciada y articulada supera la violencia de
una universalidad que, de hecho, representa una totalidad hegemónica;
supera también el foso posmoderno que aísla los contextos por la
indiferencia, y rechaza el fondo lucrativo que caracteriza la
acomodación complementaria y funcional de proyectos diferentes.
El diálogo como “concomitancia
diferenciada y articulada”, que se experimenta en la música, pero
también en las religiones, en la ciencia y en la moral, hace comprender
que la dimensión universal no impone necesariamente una uniformidad de
melodías y contenidos. Lo que produce es una sensibilización de
los oídos y de los sentidos en general, permitiendo una
percepción misteriosa y una participación progresiva de todos.
El diálogo entre culturas no
suscita expectativas falsas. No promete la superación de la ambivalencia
de la condición humana y de la alienación social. Abre, sin
embargo caminos de comunicación y horizontes de aproximación, a
condición de:
-que ninguna cultura se arrogue tener la
última palabra,
-que la comunicación forme parte
de una responsabilidad amplia, y
-que todas las culturas respeten
recíprocamente sus misterios.
El diálogo entre culturas no es
una disputa por la verdad o la razón, sino un ir y venir de
“palabras verdaderas” que iluminan preguntas abiertas y proyectos
no concluidos de diferentes ángulos. Preguntas y proyectos puestos bajo
la nueva luz de la concomitancia diferenciada y articulada permiten transformar antagonismos irreconciliables en polaridades
constructivas de una unidad en construcción. En la concomitancia
diferenciada y articulada las culturas cargan en el kairós histórico la memoria de toda la historia, guardan en su
parcialidad los anhelos de los Otros y apuntan, a través de la
participación creciente y de la cooperación igualitaria, para la
posibilidad de una nueva praxis.