La integración de los diferentes
Francesc Carbonell i París
Reflexionar sobre las políticas educativas
que pretenden reducir la exclusión social nos invita a revisar un
concepto polémico del cual la LOGSE ha hecho bandera: integración. Un concepto al parecer tan elástico
en su significado (elástico de tanto tironear de él desde todas
las esquinas del mapa sociopolítico) que ha ido viendo como se
desdibujaba su sentido preciso, si alguna vez lo tuvo, y gracias a ello ha
podido ser incorporado sin ningún rubor a discursos opuestos en su
intención y en su contenido. Estamos de acuerdo en que el nombre no
hace la cosa, pero no hay
duda que puede ayudar a concretarla o, al contrario, puede ofuscarla, de manera
que un profano puede pensar que todos hablamos de lo mismo cuando usamos la
palabra integración, y no es así en absoluto, más bien, en ocasiones, es todo lo
contrario.
No voy a cansar al lector con definiciones de
diccionario, porque me temo que, además, no adelantaríamos mucho
por este camino. En el terreno de las ciencias sociales, hay términos
que están cargados de tantos referentes ideológicos, que no sirve
de mucho recurrir a los diccionarios convencionales. Sólo un buen
diccionario, muy especializado (y actualizado), puede acercarnos a la
complejidad del sentido sociopolítico y educativo de una palabra como
integración, y en los que yo conozco, no se profundiza suficientemente
en este término.
Y no debe extrañarnos. Reconozcamos que
esta preocupación por la integración es una cuestión moderna, muy propia de nuestros tiempos. No hace
tantas décadas que persistía, como una práctica
absolutamente generalizada, separar de la sociedad a todos aquellos humanos que
por una u otra razón se consideraban distintos, manteniéndolos
apartados, recluidos, escondidos en espacios específicos para ellos, con
el pretexto de que así se les podría atender mejor. La verdad es
que eran percibidos, tratados y recluidos como un estorbo que molestaba e
incomodaba cuando no producía abiertamente miedo o repulsión.
No seré yo quien se atreva ni siquiera a
insinuar que en cuestiones de integración social ya está todo
hecho, ni mucho menos, pero debemos reconocer que, poco a poco, las cosas
parecen ir cambiando. Los enfermos de SIDA, por ejemplo, en otros tiempos
habrían sido confinados sin contemplaciones a alguna isla semidesierta
como se hacía con los leprosos o con otras víctimas de
enfermedades contagiosas. No, no está todo hecho, incluso es cierto que
el camino que queda por recorrer es muchísimo más largo que el
que llevamos andado, sin embargo hay que admitir que, aunque poco, hemos
empezado a movernos.
Personalmente el debate sobre la
integración me interesa especialmente. Mi implicación a distintos
niveles con inmigrados procedentes de países empobrecidos por nuestra
codicia, hace que siga con especial atención los discursos
públicos y las conversaciones privadas en las que se trata este tema.
“Integración” aparece siempre como una palabra mágica,
que en boca de todos, resume finalmente todos los objetivos y los proyectos
que, por uno u otro camino, buscan una respuesta a la cuestión que
algunos representantes de la administración se atreven a plantear en
estos términos: “¿qué hay que hacer con esos
inmigrantes?”.
Según las estimaciones de los expertos, en
España probablemente vive un número mayor de gitanos que de
inmigrados refugiados económicos. Sin embargo, el debate de los
técnicos y las políticas sobre integración social se
vuelcan hoy por entero en los extranjeros. Debe ocurrir alguna desgracia para
que nos acordemos de vez en cuando de los gitanos. Sin embargo,
amplísimos sectores de la comunidad gitana están todavía
muy lejos de haber alcanzado el estatus de conciudadanos. Y digo con-ciudadano
para distinguir la ciudadanía
de derecho (que sí
distingue a los gitanos, con su nacionalidad española y su deeneí, de los extranjeros) de la ciudadanía
de hecho que es la que
nos otorga el reconocimiento cotidiano de la igualdad de derechos por parte de
nuestros vecinos, es decir la conciudadanía. Y en su no-integración conciudadana, por desgracia, ya no se diferencian
tanto los gitanos de los extranjeros.
Pero no nos desviemos de nuestro primer objetivo
que era intentar acotar el significado del término
“integración”, precisar, por lo menos, cual es el sentido
que, a mi juicio, habría que darle a esta palabra, aunque sólo
sea una convención para saber de qué hablamos a lo largo de este
artículo. Vamos a ello. Pero para facilitarme la tarea, usaré el
antiguo truco de empezar por decir qué no es la integración.
Qué no es la integración.
Integración no quiere decir lo mismo, por
ejemplo, que sumisión. Aunque muy a menudo se utiliza con este sentido, como se puede observar,
a veces, sin ni siquiera tener que recurrir a leer entre líneas. Si lo que
queremos es que los gitanos y los extranjeros pobres que llegan a nuestro
país de sometan sin decir ni pío a nuestras costumbres y a
nuestras normas, ya que para esto estamos en nuestra casa; si creemos que: ¡ni hablar!; ¡no
faltaría más!; ¡huéspedes vendrán que de casa
te sacarán!; ¡aquí han venido a trabajar y a obedecer, y si
no les gusta que se larguen!... y otras lindezas por el estilo, entonces no debemos decir que queremos que
se integren, debemos decir que queremos que se sometan (o que se vayan). Casi
como si fuesen esclavos, de los cuales lo único que nos interesa es su
fuerza de trabajo, si se mantiene a bajo precio. Démonos cuenta de que
no exagero, sólo hablo con menos eufemismos, si afirmo que, en nuestra
consideración, en este caso, ocupan un lugar a escasa distancia de los
animales domesticados. Y como siempre hay alguno que no quiere someterse, en
lugar de exclamar “¡está claro que son ellos los que no
se quieren integrar!” será más exacto que reconozcamos que siempre los hay que
cuesta un poco más de hacerles hincarse de rodillas. Los que no se dejen
domesticar, como no nos son útiles, los expulsaremos de nuestra
comunidad como ya nos enseñaron a hacerlo nuestros antepasados: fuera
del pueblo, fuera del país si es posible. Y si no podemos, los
expulsaremos de nuestros barrios y de nuestras escuelas: a los ghettos, a las
cárceles...
Integración tampoco quiere decir asimilación, aunque la confusión entre los dos
términos es también muy frecuente. Si un grupo mayoritario
absorbe uno minoritario, de manera que los miembros de este último
lleguen a confundirse con los del anterior, perdiendo sus hábitos
alimentarios o de vestuario, sus valores básicos y distintivos, incluso
su religión y su lengua, llevando este proceso de asimilación
hasta el máximo posible, entonces no deberíamos decir –como
sí suele hacerse- que, por fin se ha producido la integración.
Cuando una cultura se come a otra, la fagocita, la devora, es preciso utilizar
un término más propio de las funciones digestivas: la asimila.
No tenemos nada que objetar a los procesos de
asimilación que se producen libremente, sin presiones, sin chantajes del
grupo asimilador. En ocasiones la admiración que siente el
“asimilado” por el “asimilador” es tan fuerte, que su
proceso de identificación con él le lleva a una con-fusión
y finalmente a una fusión total y feliz con el ideal, con el objeto de
deseo. Pero la mayor parte de las veces, cuando entre el
“asimilado” y el “asimilador” además de
diferencias culturales hay una fuerte desigualdad de estatus y de poder, el
proceso de asimilación no es tan libre como parece. A menudo el
“asimilado” no tiene otro camino para sobrevivir, o para mejorar de
estatus, o para que sus hijos no sigan humillados y excluidos. Y cuando no hay
otro camino que recorrer y además hay que recorrerlo a la fuerza, la
asimilación tiene poquísimo de integración, y mucho de
aquella sumisión de que hablábamos en el punto anterior.
De todas formas, tanto si es voluntaria como si es
forzosa, no parece adecuado utilizar asimilación como sinónimo de
integración, ya que en ella se pierde por completo el capital
cultural de una de las
partes, que en lugar de integrarse se desintegra.
Pero si a pesar de todo éste fuera el tipo de integración que
deseara alguien, el que comporta la renuncia absoluta e incondicional de una de
las partes a todo aquello que la caracteriza, distingue, identifica y ha dado
sentido a su vida durante generaciones, entonces este alguien debería
llamar a este proceso por su nombre: asimilación.
Integración tampoco quiere decir
sólo adaptación, que es una parte de la integración, es su antesala, es el primer
paso que debe darse. Si viajo a un país lejano, al cabo de unos
días probablemente me habré “adaptado” al clima, al
cambio de horarios y de moneda, quizás me costará algún
tiempo más acostumbrarme –adaptarme- a sus costumbres
gastronómicas o sociales... pero si simplemente es éste el nivel
de integración que deseamos, mejor será llamarla también
por su nombre: adaptación. La integración a mi modo de ver exige
alguna cosa más, alguna transformación social más
profunda.
Es muy frecuente, demasiado, por desgracia, ver
personas perfectamente adaptadas –adaptadas a su sino, acostumbradas a su
desgracia- pero nada integradas, más bien “desintegradas”,
marginadas. Algunas de ellas, las llamadas minorías involuntarias por Ogbu, se han “adaptado”
tanto a su desdicha, que incluso las generaciones siguientes han perdido
cualquier expectativa o esperanza de cambiarla, aceptando su situación
de exclusión con el fatalismo de una casta inferior.
A pesar de todo, desde algunas instancias
políticas y sociales, desde algunas administraciones –entre ellas
la educativa- en ocasiones el modelo de integración que se postula es el
resultado de una mezcla de estos ingredientes: sumisión (a las leyes, normas y costumbres
dictadas por la mayoría), adaptación (a sus precarias condiciones de vida, a la
explotación que sufren) y asimilación (a los valores y características culturales de los que tienen el
poder). En ocasiones las diferencias entre distintos programas se limita a la
proporción con que se usa cada uno de estos tres ingredientes. Es claro
que no estamos refiriéndonos al nivel de los discursos que son casi
siempre políticamente correctos. Nos referimos al nivel de las
intervenciones prácticas, cotidianas. Como suele decirse: dejémonos
de teorías (¿o se dice “tonterías”?) y vayamos a lo
práctico. Y lo
práctico es un modelo de “integración” que responde
al deseo de obtener su docilidad en lo que se refiere a la vida pública,
aceptando como un mal menor (ya que no hay más remedio, y siempre a
disgusto) que mantengan su lengua y sus costumbres sólo en el
ámbito de lo privado. Se llega a reconocer, en un exceso de generosidad
y progresismo, la necesidad de respetar su “cultura” (insistimos:
siempre sólo en el ámbito privado) con la esperanza que las
futuras generaciones ya irán abandonando todo lo que ahora los hace
“diferentes”.
Yo también estoy de acuerdo en el
“derecho a la indiferencia” en la línea en que lo reivindica
Delgado, en el sentido de respetar la libertad de creencias y la intimidad de
cada persona y cada familia, sin hacer un debate público de las
cuestiones privadas. Pero esto no quiere decir reprimir al ámbito de lo
privado determinados aspectos socio-culturales sólo de los grupos
minoritarios,
convirtiendo los espacios privados, familiares, vecinales de las
minorías en zonas de encapsulamiento étnico y espacios de
exclusión social. Si esta separación fuera posible, que no lo es,
(además la distinción entre lo que es público y lo que es
privado dista mucho de ser la misma para cada grupo cultural) estaríamos
ante una forma light
del apartheid, una
especie de apartheid cultural.
El conocimiento, la expresión y el
reconocimiento de las creencias y del patrimonio cultural de una comunidad, deben poder ser tan públicos en
los grupos minoritarios como lo puedan ser en el grupo mayoritario. La
conciudadanía de que hablábamos exige esta simetría. Sin
otra limitación que las que nos imponen unas mismas leyes para
todos. Unas leyes que
en ocasiones habrá que revisar y matizar, ya que fueron redactadas para
una sociedad monocultural y en ocasiones chirrían al aplicarlas a las
nuevas circunstancias que plantea la convivencia pluricultural.
Deberíamos ver como natural que estos problemas de adecuación nos
obligaran a considerar, mientras tanto, la necesidad de reconocer ciertos
“atenuantes culturales” a la hora de juzgar determinados
comportamientos que entren en conflicto con nuestros valores. Sin olvidar la
norma básica de convivencia, especialmente en una sociedad
multicultural, que dice que el respeto a las personas debe mantenerse siempre
por encima y a salvo del posible desacuerdo con sus ideas o sus actuaciones.
La integración desde perspectivas
más críticas.
Pero no todo se reduce a combinar en distintas
proporciones la sumisión, la asimilación y la
adaptación. Hay otras
maneras de ver las cosas. Afortunadamente también hay quien argumenta,
por ejemplo, que es difícil, pero necesario y conveniente, enriquecernos
mutuamente con la diversidad. Que los pueblos más cerrados, con menos
influencias de otros pueblos, son los que quedan y han quedado más
atrasados siempre, no sólo en estos tiempos de frívola globalización.
Está claro: quienes así piensan
toman como punto de partida –y hacen bien- que todas las culturas, todas,
son entes vivos, en continua evolución, en lugar de considerarlas
cristalizadas y puras como un diamante tallado que debemos legar a nuestros
herederos. Esta visión de la cultura como un patrimonio inerte, muerto y
momificado, es propia de los llamados esencialistas (que son los que defienden
tesis parecidas a las que no hace mucho defendían en Cataluña el
Sr. Barrera o la esposa del presidente Pujol). Éstos fundamentalistas
culturales, por denominarlos con una feliz expresión acuñada por
Verena Stolcke, sólo subrayan, en su percepción de la
evolución y el progreso, el riesgo, el peligro siempre presente de
perder “la identidad” (siempre en singular, como si sólo hubiese
una, igual para todos los de su grupo), de perder el legado cultural de los
ancestros. De hecho, lo que tienen miedo de perder son sus privilegios como
clase dominante, y para conservarlos recurren al viejo truco, siempre efectivo,
de manipular el miedo de sus votantes, amenazándoles con profecías
de graves catástrofes que nos vendrían inexorablemente encima si
acogiéramos a los “diferentes”, entre nosotros, en
condiciones reales, no sólo teóricas, de igualdad de derechos y deberes.
Creo, pues, que la única integración
éticamente defendible es la que parte de la aplicación radical
del artículo primero de la Declaración de los Derechos Humanos: Todos
los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y en derechos, y dotados
como están de razón y conciencia, deben comportarse
fraternalmente los unos con los otros.
Si suscribimos este primer punto de los DDHH,
deberíamos estar absolutamente en desacuerdo tanto con el
asimilacionismo (siempre sólo cultural, claro: la diversidad cultural no
se tolera, en cambio la desigualdad social no sólo se tolera sino que se
mantiene y se provoca), como con la integración cultural forzada, es
decir, la que sufre el sujeto obligado por presiones más o menos
directas y a menudo violentamente. Serían éstas unas falsas
integraciones. Serían una sumisión constreñida, fruto del
racismo culturalista, que se cimienta en unos principios y una ideología
que considera a los marginados los únicos culpables de su
exclusión, por el hecho de emperrarse en querer ser diferentes. Una ideología que, como sabemos,
utiliza la diversidad cultural precisamente como pretexto y legitimación
de la exclusión social. Se confunde así diversidad con
desigualdad, y se afirma, sin vergüenza alguna, que la pobreza no
está ocasionada por el injusto reparto de la riqueza, sino por el
“atraso cultural” en que viven los pobres y los excluidos.
Cínicamente se hace de esta manera a los pobres culpables de su pobreza.
Y el lema pedagógico que respondería a este igualitarismo
hipócrita sería aquel que dice (y que se aplica en infinidad de
centros): tratémosles igual en aquello que son distintos de
nosotros y tratémosles de distinta manera en aquello que son iguales.
Una autonomía responsable y
crítica como objetivo.
En las antípodas de estos planteamientos,
si queremos respetar esta igualdad en dignidad y derechos que defiende el
artículo primero de los DD.HH. será preciso fomentar un trato
individualizado, en función de las características personales de cada alumno, facilitando y
acompañándole en el proceso de una
“integración” libre e interactiva, es decir, que nazca de la
voluntad del sujeto de ir construyendo su identidad a lo largo de su vida, en
función de sus interacciones con los demás, replanteando sus
valores según y cuando le parezca más oportuno y a la velocidad
que más le convenga, con el objetivo final de poder gozar día a día de la mayor
autonomía personal, crítica y responsable posible.
Pero, con lo que acabo de decir, ya se ve que no
creo que dependa sólo de la voluntad del grupo minoritario, ni del
esfuerzo o constancia de sus acciones, el que se produzca esta deseada
integración. No tengo ninguna duda en que es mucho mayor la
responsabilidad del grupo mayoritario que la del grupo minoritario en la
consecución de este proceso de integración. Su responsabilidad
mayor se debe a que en sus manos está el poder y los recursos necesarios
para iniciar este proceso y para crear las condiciones favorables para que se
produzca. Parece obvio: a más poder mayor responsabilidad, pero no es
tan obvio, al contrario, lo que suele tenerse por evidente e indiscutible es
que la responsabilidad mayor en el proceso de integración corresponde al
“distinto”, al que acaba de llegar y que, por no tener, no tiene ni
papeles.
Por eso, mientras persistan la inseguridad y la
precariedad que caracterizan el actual estatus de los excluidos (no sólo
de los inmigrados extracomunitarios, aunque a éstos hay que
añadir la inseguridad particular de ser extranjero pobre), mientras no
se reconozcan sus derechos cívicos y políticos fundamentales, es
decir, mientras no se reconozcan plenamente sus derechos de ciudadanía,
pretender su integración es un sarcasmo, o como decíamos
más arriba, una confusión intencionada entre integración y
sumisión. No deberíamos esperar a que se
“integren/sometan” para “darles” la ciudadanía,
como se está exigiendo desde el poder de turno. Es justo al
revés: es preciso reconocerles desde el primer momento como
ciudadanos, si queremos conseguir una sociedad integrada.
Dice San Román que desde nuestra
posición de poder no hay ninguna razón para tolerar ni para
llegar a acuerdos a los que no necesitamos nosotros mismos llegar, como no sea
por un imperativo religioso o por filantropía. Disiento amigablemente
pero contundentemente de esta afirmación. No es por filantropía,
ni por piedad, ni por caridad que debe imponerse este cambio de perspectiva,
sino por pura justicia, por exigente aplicación de lo que ordenan las
leyes vigentes, desde los derechos humanos hasta la Constitución Española,
la cual, por cierto, en su artículo nueve, afirma rotundamente: Corresponde
a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y
la igualdad del individuo y de los grupos en los que se integra sean reales y
efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y
facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida
política, económica, cultural y social. Ya basta de recurrir a la compasión.
Exijamos de verdad a los poderes públicos que ejerzan su función.
Especialmente al poder judicial, pero también al legislativo.
Pero no nos desviemos de nuestro tema. Aunque en ocasiones lo haya hecho a
golpe de hacha, creo que poco a poco he ido perfilando mi propuesta de
definición de integración, una de cuyas características es
que debe verse simultáneamente como un proyecto, un derecho y un
deber social. La
integración de dos grupos diferentes, a partir de este reconocimiento
inicial de conciudadanía, será como un fruto que lentamente
irá madurando, a partir de una voluntad activa e inequívoca por ambas
partes (las dos comunidades), de resolver positivamente los inevitables
conflictos que la convivencia en la diversidad de valores y costumbres
provocará. Por lo tanto, creo que la integración es una forma de
liberación colectiva que ni se pide, ni se ofrece, ni se puede dar; es
preciso ganarla, día a día, con el ejercicio por parte de todos
de una conciudadanía militante, que comporte la lucha contra toda clase de
exclusión y a favor de una verdadera igualdad de oportunidades y
derechos. Lo cual nos obliga también a que se den tres condiciones sine
qua non: 1) que todos los
seres humanos sean considerados sujetos y no objetos en este proceso de
integración colectiva; 2) que todas las personas sean reconocidas como
fines en sí mismas y nunca como medios al servicio de otros; y 3) que
todos y todas puedan, en la medida en que pueda serlo un ser humano,
dueños de su destino, y puedan tener acceso a las herramientas que lo
posibiliten.
La integración, es pues, en resumen, un
proyecto utópico: el proceso de construcción de un nuevo
espacio social (imaginario colectivo, normas y valores compartidos) en el que
todos tenemos el derecho y el deber de participar como sujetos actores, en el
cual todos nos sentiremos acogidos, reconocidos y respetados. Y como en el viaje a Itaca, sabemos de
antemano que tan importante es el camino que vamos haciendo, como llegar al
puerto de destino, ya que mientras tanto, vamos construyéndonos
los unos a los otros como seres socialmente integrados.
Un epílogo y tres propuestas.
Nadie, nadie con un mínimo de sensibilidad
y de dignidad democrática, debería sentirse, por lo tanto,
integrado en una sociedad que rechaza y excluye a los que son diferentes, o
exige la desintegración de la identidad de aquellos que no están
hechos a su imagen y semblanza. Es preciso pues integrarse activamente en asociaciones, oenegés y agrupaciones de ciudadanos que
reivindiquen y se esfuercen para construir unas nuevas normas, unas nuevas
prácticas sociales, unos nuevos imaginarios colectivos que imposibiliten
la exclusión, la injusticia, la marginación y que hagan de la
práctica de la solidaridad y del respeto a las libertades y a los
derechos individuales y colectivos las bases reales y no solamente
teóricas de nuestra convivencia. Parafraseando al mahatma: mientras haya un sólo esclavo,
nadie puede sentirse libre; mientras haya un solo excluido, nadie debe
sentirse integrado.
Si consiguiéramos ponernos de acuerdo en lo
que precede, creo que sería un poco más fácil discurrir
sobre políticas (y prácticas, sobre todo prácticas)
educativas dirigidas a reducir la exclusión social. Por mi parte me
atrevo a avanzar tres propuestas al respecto.
PRIMERA: Para luchar contra la exclusión social,
hay que dar un giro de ciento ochenta grados a las estrategias educativas que
hasta ahora se han prodigado. Debemos dejar un poco más tranquilos a los
excluidos (no digo abandonar-los a su suerte, pero casi) y centrar nuestros
esfuerzos en la educación de los excluyentes. Orientemos bien la
artillería: la primera línea de combate no está en los
barrios marginales ni en las escuelas ghetto. No nos confundamos más, ni
permitamos que nos sigan confundiendo.
SEGUNDA: No es posible una educación
intercultural, una educación del respeto a la diversidad si previamente
no hemos afianzado bien una educación en la convicción de que
todos los seres humanos somos iguales en dignidad y derechos. Educar el respeto
a la diversidad y la tolerancia es muchísimo más fácil, pero es una pérdida de
tiempo (cuando no echar leña al fuego del racismo diferencialista) si
previamente no se ha hecho el trabajo mucho más difícil de educar
en la convicción de que somos iguales. Explicar a nuestros alumnos que
todos somos diferentes tiene poco mérito, escasa dificultad y yo diría
que el desinterés de explicar obviedades. Sin embargo, es sorprendente,
la mayor parte de programas pretendidamente de educación intercultural,
se centran en explicar a los niños lo diferentes que somos y como nos
enriquecen estas diferencias. El reto no es este; el reto está en convencerles de que somos iguales, ya que se trata de
una convicción
(es decir: está, seguramente y aunque nos escandalice, más cerca
de un lavado de cerebro, que de una demostración matemática; dicho en otras
palabras, corresponde a la función de educar y no a la de instruir). Educar es seguramente más difícil
(e importante) que instruir, Pero educar esta convicción, que somos
iguales en dignidad y derechos, es especialmente difícil: a menudo ni el
profesor está dispuesto a creérselo.
TERCERA: Debemos aguzar el olfato, el oído y la
vista para detectar las causas que provocan día a día la
exclusión social. También debemos añadir el tacto y el
gusto para actuar, para intervenir sobre los síntomas de esta enfermedad.
Pero hay que usar todos estos sentidos más la imaginación, la
creatividad, el espíritu crítico y los arrestos para intentar
intervenir también sobre las causas que producen estos síntomas,
ya que si no actuamos también sobre las causas, nuestro trabajo se parece
demasiado al de la beneficencia paternalista. Luchemos con energía
contra los síntomas de la exclusión (los ghettos escolares; el
doble sistema educativo sostenido con fondos públicos; las agrupaciones
homogéneas por niveles, las “aulas-puente” y todas sus
variantes modernas –como por ejemplo muchas utilizaciones de los TAEs,
las UACs, las UECs, etc...- las constantes discriminaciones negativas y las
también constantes resistencias a aplicar determinadas discriminaciones
positivas indispensables; el etnocentrismo y el racismo en el currículum
explícito y oculto, explícito también en las salas de
profesores; el desigual fracaso escolar según el colectivo al que se
pertenece, etc. etc.) pero no olvidemos las causas de estos síntomas: en
definitiva, el “problema” de la integración de los
inmigrados pobres y la de otros colectivos excluidos, pasa, en última o
en primera instancia, según se mire, por la solución de un
problema muy importante: que las sociedades opulentas dejen de mantener
sólo en el ámbito de la teoría aquello tan sabido de: libertad,
igualdad, fraternidad. En
la práctica, en cambio, se refuerza, con la complicidad de casi todos
nosotros, incluidos muchos de los que nos dedicamos a escribir o a leer
artículos como éste, un sistema económico el único
objetivo del cual es mantener, a cualquier precio, los privilegios de los que
tenemos la suerte de que un azar seminal (y ovárico) nos haya hecho
nacer en el club de los ricos. Un sistema económico que vive de la
desigualdad fomentándola y ampliando cada día más
–con la complicidad de casi todos, repito- las diferencias que hacen que
unos pocos mueran de excesos de colesterol y de despilfarro, mientras la
mayoría todavía muere de hambre o por no tener cubiertas sus
necesidades vitales.
Pero, como decía al principio del
artículo, eso de la integración es cosa de nosotros, los
modernos, los contemporáneos y alguna cosa, decía también,
parece que ha empezado ya a moverse... no sólo en Seatle, en Praga o en
Porto Alegre, también dentro de muchas cabezas... ¿verdad?. Al
parecer es lo importante y es el lugar donde deben empezar a moverse las cosas.
Ahora ya sólo nos falta empezar a mover el culo.
Sant Gregori