|
1. Desde los tiempos en que surgen las
primeras ciudades, hace ocho mil años, en Mesopotamia, la historia
de la humanidad se identifica con la historia del imperialismo. En el
momento en que una ciudad prospera lo suficiente como para poder subyugar
a otra y así crear más riqueza para ella misma, esa ciudad
no vacila en hacer la guerra. Más tarde las naciones hacen lo mismo,
y así lo hacen hoy los bloques internacionales. Es la regla. Por
eso, muchos libros de historia son simplemente un listado de guerras y
luchas por el poder.
Es en Mesopotamia, un valle fértil en torno de dos ríos
portentosos, el Tigris y el Eúfrates, donde surgen las primeras
ciudades y las primeras guerras de expansión. Estamos relativamente
bien informados a través de incisiones cuneiformes escritas en
tablillas de barro que la arqueología hoy desentierra en grandes
cantidades en todo el valle. Esas tablillas contienen informaciones preciosas
sobre la forma en que los campesinos de Mesopotamia interpretan su vida.
La historia que cuentan es casi invariablemente la historia de los dioses,
llena de bebederas y combates, victorias y grandezas, verdadero espejo
de la vida de los grandes de la tierra. No faltan dioses ni diosas, ni
en el cielo ni en la tierra, ni en los infiernos. Se cuenta hasta 1800
divinidades, con las cuales el campesino dialoga sumiso y lleno de reverencia.
La única cosa que puede esperar de su dios (de su señor)
es la generosidad, una ayuda en la extrema necesidad. Él acostumbra
a vivir lleno de miedo.
Para el imaginario imperial, el mundo es una gran organización
de templos. Cada dios, de los 1800, tiene su templo. Con el imperio babilónico
emerge un dios mayor que todos los demás: Marduk, imagen celeste
del emperador. Él transforma Babilonia en el centro del mundo.
Su templo controla gran parte de las tierras mejores del valle e impone
tributos sobre toda la producción. Los esclavos de la tierra en
realidad son esclavos del gran dios Marduk. A los ojos del pueblo, al
rey le viene su poder del hecho de ser ministro de los templos. Él
va de ciudad en ciudad, o sea, de templo en templo.
2. Es de extrañar que el modelo
imperialista, desde sus primeras experiencias mesopotámicas hasta
la actualidad, haya recibido tanto apoyo por parte de filósofos,
políticos y religiosos. Por lo menos, aquellas filosofías
políticas y religiones que fueron ampliamente divulgadas, siempre
apoyaron la idea imperialista. Aunque nos parezca observar cada día
que la gran mayoría de las personas mantienen una sana y alegre
visión pacífica de la vida, podemos observar también
que las filosofías más divulgadas en medio del pueblo son
contrarias al sentimiento de felicitad que el universo en que vivimos
inspira, y prefieren una visión sombría y guerrera del mundo.
Desde hace siglos, los filósofos más críticos de
Grecia consideran necesario el imperialismo e inevitable la guerra. Uno
de los primeros filósofos griegos, Heráclito (siglos VI-V
aC), formula ese pensamiento en una frase lapidaria: La guerra es el origen
de todo. Cuando Prometeo robó el fuego del Olimpo, era para fundir
hierro y hacer armas, y con ello iniciar el progreso humano. La guerra
crea progreso. Todo lo que el ser humano crea tiene su origen en la guerra,
en el hierro y en el fuego: las ciudades, los países, las familias,
las propiedades, los ‘negocios’, las corporaciones, en fin,
la vida social. Es verdad, dice Heráclito, que las personas sufren
bajo la ley de la guerra, pero ellas tienen que acordarse de que existe
una ley cósmica, más allá de nuestra observación,
que apunta a crear la armonía en el universo y que inevitablemente
conlleva la necesidad de la guerra. El hierro gobierna el mundo, la guerra
es un mal necesario.
Eso es lo que dicta la razón práctica. Si quieres la paz,
prepara la guerra. Desde Platón hasta Bush, Blair, Berlusconi,
Chirac... los políticos piensan que el mundo mejora fundamentalmente
por medio de la así llamada «guerra justa», o sea,
una guerra realizada con la pretensión de conseguir la paz. Ya
Platón y Aristóteles garantizan una sociedad de bienestar
para todos, siempre que sea dirigida por los «aristócratas»,
o sea, los más dotados de razón práctica. Aristóteles
llega a hacer una experiencia concreta con el joven príncipe Alejandro
de Macedonia, de quien se convierte en preceptor. Resultado: en una campaña
militar fulgurante, Alejandro Magno forma en pocos años un nuevo
imperio.
3. Después de Heráclito,
surgen en Grecia diversas filosofías que aplican su pensamiento
a la educación del pueblo. La más influyente de esas filosofías
es el estoicismo, que surge en el siglo V aC y que por tanto ya lleva
2500 años acompañando a la cultura occidental. Sus ideas
son simples. En el universo todo está planeado por una Providencia
eficaz e incomprensible. Los designios de la Providencia son insondables,
pero sabios. Las cosas de la vida están de antemano marcadas por
una ley cósmica de sabiduría inalcanzable. Los seres individuales
han de conformarse a esa ley, tienen que cargar el peso con calma, pues
el reloj del mundo ya lo marca todo y regula los tiempos y los lugares.
Las cosas están previstas desde siempre por un poder misterioso
que cuida todo, que ama el orden, la regularidad, el compás de
las cosas, el encuadramiento de las personas.
El problema principal está en el desorden de las llamadas «pasiones».
El ser humano esclavo de su cuerpo y de sus deseos es un infeliz, está
perdido. Su salvación consiste ante todo en la liberación
de los impulsos propios del cuerpo, entre los cuales los más poderosos
son los sexuales. El cuerpo es la prisión del alma, un peso para
la vida «espiritual». El ser humano tiene que liberarse por
la educación, o sea, por el control ejercido por la razón
y la consiguiente voluntad sobre los impulsos del cuerpo.
Lo que ha de quedar claro en todo eso es el nexo entre la educación
estoica y la política. La búsqueda del gozo y de la felicidad
personal no combina bien con el orden de las cosas, con el «statu
quo» imperialista. El estoicismo, por el contrario, no crea ningún
problema para los gobernantes.
4. Este estoicismo de la razón y
de la voluntad se extiende durante siglos por todo el universo helenizado
(que incluye el imperio romano) y alcanza de lleno los núcleos
cristianos a partir de la segunda mitad del siglo II dC. Clemente de Alejandría
(III dC) escribe que el estoicismo combina bien con el cristianismo. Es
seguido por los Padres de la Iglesia de los siglos posteriores. Todos
optan por el derribo del principio del gozo y su sustitución por
el principio de la penitencia. Agustín (V dC) conoce bien el estoicismo
y lo coloca como base de su teología. Su influencia es inmensa
en la formación de la cultura occidental. Lo mismo se diga de Tomás
de Aquino (XIII), quien enseña que existe una «ley eterna»,
una ley que no estaría sujeta a ningún cambio, mucho menos
a las «veleidades» de las emociones.
Pero no sólo los religiosos se dejan llevar por la filosofía
imperialista. Con los tiempos modernos, ésta llega a impregnar
la cultura occidental como un todo. La idea se seculariza con Hugo Grotius
de Holanda, que enseña que no es necesario tomar en cuenta lo que
las personas sienten, quieren, sufren y desean, sino lo que la «ley
eterna de la guerra y de la paz» dicta. A través de Tomás
Hobbes y John Locke esas ideas desembocan finalmente en las terribles
ideologías del siglo XX como el nazismo, el estalinismo, el franquismo,
el salazarismo, y hoy, en el comienzo del siglo XXI, continúan
más vivas que nunca. Ante esto, la discusión sobre guerra
y paz que fue realizada un poco por todas partes durante la segunda parte
del siglo XX, ha probado ampliamente ser insuficiente, y hasta superficial.
Los gritos de «guerra nunca más» llenaron las calles,
y quedaron en eso, por falta de argumentos definitivos. El gran «señor
de la guerra» hoy obedece fielmente al paradigma de Heráclito:
es preciso desviar la mirada de las lágrimas de las mujeres iraquíes
y de los niños afganos y palestinos, mirar a su Eminencia la Guerra,
pues ella obedece a la «ley universal» que rige el mundo.
La doctrina de Heráclito continúa pues inalterada, después
de 2400 años.
5. A pesar de todo, afortunadamente, América Latina conserva su
virginidad. Está siendo considerada -sobre todo por los artistas-
como un continente «no estoico». Esto viene de lejos... Al
observar la forma de ser de los habitantes de la costa brasileña
en 1501, el famoso viajante genovés Américo Vespucio anota
en su diario: Parecen más epicúreos que estoicos. Y así
siguen hoy, refractarios al estoicismo y a las filosofías sombrías
en general.
El poeta chileno Nicanor Parra testimonia: En Chile el saber y la risa
se confunden. Otro poeta chileno, Pablo Neruda, escribe: ¡Ah! ¡Si
con una gota de poesía y de amor / pudiésemos aplacar la
ira del mundo! Otro chileno, el historiador Maximiliano Salinas, insiste
a su vez en la originalidad «no estoica» del Continente al
describir el carácter propio del cristianismo latinoamericano.
Pero, los amigos de la risa y los refractarios al estoicismo, ¿serán
también enemigos del imperialismo? ¿Será verdad que
la voluntad positiva a favor de la risa, del gozo y de la felicidad es
capaz de vencer a las «armas de la guerra» que moran dentro
de cada uno/a de nosotros/as?
|