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La expansión de la economía
capitalista hunde sus raíces en los siglos XIII y XIV, cuando tiene
lugar en Europa un florecimiento del comercio con Oriente. Antiguas rutas
se restablecen, mientras se abren nuevos accesos por tierra y mar. Especies
de la India, tejidos de la China, entre otros productos, cruzan los caminos
y el mar mediterráneo. Ciudades como Venecia, Florencia y Génova
se convierten en puertos y en encrucijadas importantes de esos intensos
intercambios. Poco después, ya en los siglos XV y XVI, los grandes
descubrimientos, precedidos por el del camino marítimo a la India,
amplían enormemente los lugares de origen de las mercancías
y la diversidad de las mismas. Del otro lado del Atlántico, el
nuevo continente americano proporciona, en abundancia progresiva, oro,
plata, cobre, palo-brasil, azúcar, cacao, café... entre
tantas otras novedades.
Se consolidaba así la fase del capitalismo mercantil.
Evidentemente, el uso de la pólvora, de la imprenta, de la brújula
y de la industria naval demostró enseguida la superioridad bélica
de las naciones europeas sobre los pueblos de ultramar. La economía
de trueque entre los productos europeos y las novedades del nuevo mundo
gana entonces un fuerte impulso.
Los lucros obtenidos y acumulados con el incremento del comercio hicieron
surgir una nueva clase, la de los burgueses. Estos nuevos ricos, totalmente
independientes y al margen de los señores feudales, colocan su
capital al servicio de los nuevos inventos tecnológicos. Una serie
de transformaciones sacude a Europa en los siglos siguientes, culminando
en la Revolución Francesa y en la revolución industrial.
Ésta tuvo como epicentro Gran Bretaña, pero rápida
y progresivamente se extiende a los demás países del viejo
continente y no tarda en cruzar el Atlántico. Modificaciones científico-tecnológicas
conducen a la Era de la Máquina, la cual venía madurando
lentamente desde la aurora de la modernidad, en los tiempos del Renacimiento,
de la Reforma y de la Contrarreforma, pasando por el siglo de las luces.
Así, el comercio mercantilista, el surgimiento del Nuevo Mundo
y una serie de innovaciones tecnológicas, figuran como los precursores
de un proceso revolucionario de las fuerzas de producción.
Se trata, en verdad, de una revolución en cuatro dimensiones: una
de orden socioeconómico, con el surgimiento y la consolidación
de la industria; otra de orden político, a través del fortalecimiento
de los Estados-nación a partir de la Revolución Francesa;
otra, de orden científico, que se afirma por la profundización
y sistematización del conocimiento y del método experimental;
otra, finalmente, de orden filosófico, fundada en el pensamiento
de la razón ilustrada y en la emergencia de la subjetividad. Con
el desarrollo de ese proceso, el paradigma del cambio gana preeminencia
sobre la idea medieval de la estabilidad y del mantenimiento del orden
establecido. Lo nuevo pasa a ser reverenciado, en detrimento de lo antiguo.
El Ancien Régime entra en la fase terminal de su agonía.
La historia iniciaba una nueva etapa de su desarrollo, un mundo nuevo
venía a la luz, o, en expresión de Hegel, estaban maduros
los «tiempos modernos» .
Según Hobsbawm, el gran historiador inglés, la «era
de las revoluciones» va de 1789 a 1948, con el lanzamiento del Manifiesto
Comunista . Desde el punto de vista político y económico,
la filosofía liberal se encarga de aplicar a la economía
la lógica darwiniana de la selección natural. En la competencia
entre fuerzas desiguales, los fuertes van devorando a los flacos. El mercado
-dios mágico- usa su mano invisible para regular naturalmente
la oferta y la demanda, como creía Adam Smith.
Comienza así la fase del capitalismo industrial, el cual
-también según Hobsbawm- registra un vigoroso impulso a
partir de la «era del capital: 1848-1875» . Si en la fase
mercantil el capitalismo tenía el mediterráneo como eje
de su desarrollo, el océano atlántico será el escenario
de esta segunda fase. La industria naval británica supera a la
de las demás potencias europeas, especialmente de la península
ibérica, y pasa a comandar el comercio internacional entre los
continentes, incluyendo ahí el tráfico de esclavos.
Se instaura gradualmente un nuevo orden mundial, que también Hobsbawm
llamará «era de los imperios», la cual, según
él, se extiende desde 1875 a 1914 . El imperialismo presupone una
relación de dominación y dependencia entre las naciones
europeas más desarrolladas y los pueblos recién «descubiertos»
o dominados. De un lado, la metrópoli, ávida de los artículos
exóticos y novedades que el Nuevo Mundo puede proporcionar; de
otro, la colonia, subordinada a la matriz, pero también ávida
de las innovaciones del progreso.
Desde el punto de vista económico y político, la metrópoli
somete y explota a sus varios satélites. Mientras éstos
proporcionan materia prima y mano de obra barata, aquella procura vender
sus manufacturas, cada vez más numerosas, dada la enorme capacidad
de producción. Como los productos industrializados tienden a ser
cada vez más caros y la materia prima cada vez más barata,
el resultado es una creciente profundización de la dependencia
y las desigualdades entre un polo y otro. Metrópoli y colonia se
distancian cada vez más desde el punto de vista del progreso y
del desarrollo. Países como Inglaterra, Holanda, España,
Portugal, Francia, Alemania, Estados Unidos, entre los principales, se
beneficiaron de ese intercambio desigual a lo largo de varios siglos.
El orden imperialista, como bien sabemos, efectuó un verdadero
saqueo de las riquezas naturales de las nuevas tierras, las cuales acabaron
concentrándose en los países centrales. En esta perspectiva,
el desarrollo de unos y la miseria y abandono de otros, constituyen dos
lados de una misma moneda. Bajo el imperialismo, muchos pueblos se convirtieron
en «mendigos sentados sobre montañas de oro», al decir
de Eduardo Galeano. No raramente, donde la tierra fue más rica,
el ser humano se volvió más pobre, dada la codicia y la
voracidad de la expansión capitalista.
Los siglos XIX y XX serán testigos de la lucha por la independencia
de numerosas naciones en América Latina, Asia y África.
En gran parte de los casos tal independencia no pasa de ser una farsa
o una maniobra política. Muchos países se constituyen en
repúblicas federativas, crean sus instituciones políticas,
aprueban una constitución, toman una bandera y un himno nacional
propios... pero en términos económicos permanecen atados
a los mecanismos de extorsión por parte de las antiguas metrópolis.
Otros, simplemente cambian de metrópoli, dejando intacto el proceso
de dominación y explotación. Las dos grandes guerras mundiales
alteraron el escenario y la geopolítica de las naciones europeas.
Éstas se levantarán de las ruinas con enormes dificultades,
es verdad, pero su política en relación a los países
del Tercer Mundo no cambia sustancialmente. Los mecanismos de transferencia
de la renta y riqueza se mantienen y se perfeccionan. Tanto, que los años
que van de 1945 a 1970 son considerados los años de oro de la economía
capitalista.
No obstante, hacía décadas que la crisis rondaba sus fábricas
y sus cuentas bancarias. Da las primeras señales al final del siglo
XIX, se agrava en las décadas de 1920/30, para volver con toda
fuerza a partir de los años 70. La crisis de rentabilidad obliga
a las grandes corporaciones transnacionales y a los países centrales
a una guerra sin precedentes. El liberalismo consigue un nuevo ropaje
y una nueva energía. Se trata de superar de cualquier forma los
perjuicios a través de diferentes estrategias, todas ellas convergentes:
ampliación de mercados, innovaciones tecnológicas, nuevas
áreas de inversión, búsqueda de mejores materias
primas y disminución de cargas sociales y beneficios al trabajador.
De ahí el discurso de la flexibilización y de la tercerización,
que son sinónimos de una creciente precarización de las
relaciones de trabajo. Con el neoliberalismo, los trabajadores pierden
derechos que representan dos siglos de lucha sindical, al mismo tiempo
que ven debilitadas sus formas de organización.
Todo eso es posible gracias a la revolución tecnológica
en curso. Innovaciones profundas y aceleradas en la biotecnología,
en la ingeniería genética, en la informática, en
la micro-electrónica, en la robótica, en las telecomunicaciones...
entre otras áreas, conducen a un nuevo orden mundial. Es lo que
Antonio Negri y Michael Hardt llaman Imperio, en un libro del mismo nombre.
En el imperio contemporáneo el Estado-nación pierde su autonomía
o modifica su función. Mientras en los países ricos se convierte
en gestor de grandes empresas, especialmente en la industria bélica,
en los países periféricos se convierte en rehén de
los organismos internacionales como el FMI, por ejemplo. Las relaciones
de la economía globalizada se sobreponen a la soberanía
de cada pueblo o nación. Cualquier decisión de orden política
está subordinada a los intereses de los grandes conglomerados económicos.
El intercambio bipolar entre metrópoli y colonia es sustituido
por la organización en red, donde superestructuras económicas
dominan más allá del poder de los Estados. Las relaciones
internacionales son comandadas por la lógica del comercio y del
lucro. El «sistema-mundo» toma el lugar de los bloques autónomos.
Toda la economía, mundializada, se integra en una enorme red con
mutuas interdependencias. Con la velocidad de un toque en la tecla del
computador, enormes cantidades de capital se desplazan de un extremo del
planeta a otro. Megafusiones e incorporaciones forman parte de este nuevo
cuadro.
En el corazón económico del imperio está la hegemonía
del capital especulativo, o capitalismo financiero y a escala internacional.
El endeudamiento externo se convierte en nuevo mecanismo de extorsión
de la riqueza, la cual es sistemáticamente transferida de los trabajadores
y contribuyentes para los grandes inversores internacionales. Los resultados
de ese juego perverso afectan a la población más pobre,
en la medida en que el presupuesto para la implantación de políticas
públicas es reducido a favor del pago de intereses y servicios
de la deuda. Podemos decir que la deuda externa es hoy la «gallina
de los huevos de oro» de los megainversores internacionales.
En el corazón político del imperio se encuentran EEUU, con
sus aliados europeos y Japón. Al dominio imperial se añade
el control policial, con el pretexto del combate al terrorismo, y para
desmantelar el crimen organizado a nivel planetario. A contracorriente
de este poder sin límites en términos económicos
y militares, proliferan por todas partes movimientos y organizaciones
de resistencia a la globalización neoliberal y al nuevo sistema
imperial. Fuerzas sociales que, poco a poco, van mostrando que todo imperio
tiene tejado de cristal y que otro mundo es posible.
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