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En la historia de nuestra identidad latinoamericana, la
memoria ocupa un lugar central; y en la historia de los imperios, borrar
esa memoria, tapar esa identidad, es un eje sobre el que gira su fuerza
y su poder. ¿Hace falta detenernos -por ejemplo- en la resistencia
impresionante que significa la identidad de los pueblos originarios y
cómo se intentó e intenta hacerlos callar, o tapar? Mientras
algunos gobiernos de países -como es el caso de México y
varios de Centroamérica, mostraban sus raíces aborígenes
“for export” y para el turismo, al mismo tiempo expulsaban
o reprimían a sus hijos primeros negándoles derechos, como
fue el caso de los miles de refugiados guatemaltecos en el sur mexicano.
Otros países, como Chile, Uruguay o la Argentina, se mostraban
-con matices- como “químicamente puros”, “limpios
y blancos”; pero al llegar el tiempo oportuno, “como por arte
de magia”, la identidad aborigen apareció con toda su memoria.
Así en toda América Latina, desde Chiapas a la Tierra del
Fuego. La identidad aborigen no pudo ser callada, y menos aún borrada,
y con siglos de resistencia hoy se revela al mundo con su cultura, su
lengua, sus fiestas, su fe, y su vida. Hasta un país como la Argentina,
que se “jactaba” (¿?) de no tener ni negros ni indígenas
(y de ser “europea”, sic), tuvo que reconocer en la reforma
de su Constitución nacional (1994) que corresponde al Congreso
de la Nación: “Reconocer la preexistencia étnica y
cultural de los pueblos indígenas argentinos. Garantizar el respeto
a su identidad y el derecho a una educación bilingüe e intercultural;
reconocer la personería jurídica de sus comunidades, y la
posesión y propiedad comunitarias de las tierras que tradicionalmente
ocupan; y regular la entrega de otras aptas y suficientes para el desarrollo
humano...” (art. 45 inc. 17). Ciertamente esto no se ha hecho, pero
al menos se ha dado un primer paso...
En la historia de nuestra identidad eclesial latinoamericana,
la memoria de los testigos ocupa un lugar central, porque es una palabra
que Dios dirige a su pueblo. Y en la historia de los poderes enquistados,
las estructuras secas y las jerarquías de poder, se hace necesario
hacer callar la voz de Dios para conservar poder, el poder “divino”,
el de los símbolos, y también el del dinero. ¿Hace
falta detenernos en los silencios eclesiásticos ante muertes y
martirios de tantas y tantos testigos? “Ninguna curia bien montada”
puede entender que la vida y la tradición no es agua estancada
sino un torrente que lleva vida y riega esperanzas. Mientras pueblos enteros
permanecen crucificados, y los crucificadores se aferran a su fuerza,
miles de mártires anónimos y conocidos, laicos y laicas,
religiosos y curas, pastores y obispos son una palabra que Dios dirige
a sus hijos. Para unos, esa memoria conviene silenciarla para no ver que
otra Iglesia es posible, aunque se silencie la voz de Dios. Reconocer
a Angelelli, o a Romero, como mártires, sería a su vez “desconocer”
a los “eclesiásticos” que fueron sus críticos,
y adversarios, como silenciadores de una voz de Dios. Y para lograr esto
-en muchos estratos “oficiales”- se pretende buscar una “explicación
teológica” conveniente. De allí que el acento del
martirio -para que “oficialmente” sea considerado tal- se
ponga en la fuerza de los crucificadores más que en los crucificados:
los mártires son reconocidos como tales si los que los matan tienen
“odio a la fe”, no si el mártir “ama la fe”,
busca la justicia, y apuesta por la vida... Por eso, para otros, hablar
de “san Romero de América”, Luis “pueblo”
Espinal, Enrique “pastor bueno” Angelelli, Elba y Celina,
Joao Bosco y toda una “caminhada” del pueblo y de pueblos,
las cruces del Mozote, en El Salvador, los desaparecidos de Chile y la
Argentina, mujeres y campesinos como en Bolivia, Perú, y Guatemala,
los aborígenes y negros de la América toda, todo eso implica
saber que todos ellos manifiestan una voz de Dios, una voz “dentro
de Auschwitz”, como dice don Pedro. Para unos, una voz que no conviene
escuchar, y que si es posible se debe silenciar, y que mucho menos conviene
hacer resonar; y para otros, una voz que nos pone en camino: «pueblo
latinoamericano, Iglesia de los pobres, pueblo de hermanos, “¡levántate
y anda”! Y sigue el ejemplo testimonial de tus hermanos detrás
de las huellas de Jesús».
Los mártires son una voz primera, y una voz última donde
Dios nos habla. Primera, porque dieron vida, última porque dieron
la vida. Dando vida revelaron el Dios en el que creyeron: el Dios Padre-Madre
dador de vida. Y supieron enfrentar las fuerzas de la muerte, muerte negadora
de identidad y memoria. El imperio y sus lacayos necesitan esconder la
memoria y negar la identidad para tener fuerza. Y si es necesario, matarlas,
para no verse débiles. Los dadores de vida, al darla saben que
por las venas de la vida corre sangre de memoria con ADN de identidad.
Los dadores de muerte antes que enfrentar a varones y mujeres, enfrentan
memoria. Porque la memoria y la identidad que nos vienen con la vida,
y de la que los mártires son bandera, es escudo contra el imperio,
porque es vida propia con lengua propia, fiestas propias, comidas propias,
bailes propios, en la propia identidad. Y por eso el imperio busca imponer
su “memoria tuerta”, introyectar su identidad imperial para
ser allí fuerte, para “uniformar” con sus “catequistas”
hollywoodenses, o sus billetes teñidos de sangre de falsa deuda
externa. Y dan la muerte. Pero la memoria de los mártires -que
son memoria, también ellos- nos recuerda nuestro propio camino
caminado y por caminar, y las huellas en nuestro propio barro.
En la memoria y la identidad hay miedos y máscaras, hay -por lo
tanto- “enmascaradores” y “aterrorizadores”. Hay
miedos ancestrales, y miedos nuevos. Y la memoria se vuelve militancia
y vida cuando el miedo a la oscuridad sale a la luz, cuando el miedo a
la muerte se vuelve resurrección. Ante el miedo cierto de desaparecer,
y las fuerzas oscuras de la muerte, en la Argentina empezó una
lucha entre la memoria y la amnesia. Hubo juicio a los comandantes de
la más espantosa dictadura militar de su historia, y hubo condena
jurídica y popular. Y hubo noche al ponerse “punto final”
a los juicios e indultarse, en nombre del perdón y la reconciliación,
a los culpables. Hubo un “nunca más” a la muerte, y
otro “nunca más” a la verdad. El 24 de marzo de 1976
la sangre, la muerte y la desaparición reinaban en el país.
El 24 de marzo de 2004 la memoria se hizo grito; la Escuela de Mecánica
de la Armada (ESMA), célebre campo clandestino de detención,
campo de concentración, lugar de nacimientos clandestinos e hijos
entregados a gente “ideológicamente pura”, lugar de
trabajos forzados y manipulación de la historia, ese mismo edificio
era entregado para construir allí un “Museo de la Memoria”.
Entre llantos, abrazos, tristezas y esperanzas, hubo espacio para la memoria
y un mojón en la edificación de la utopía. Pero ese
día, también, se despertaron las fuerzas de la muerte, con
todo su poder en los Medios de Comunicación, “se reconciliaron
Herodes y Pilato”, se empezó una campaña acompañada
por desabastecimiento de gas y electricidad, aumento de precios, y movilizaciones
públicas en nombre de la “seguridad”. Pero la memoria
no había podido ser callada, ni después de años de
represiones, ni con años de ocultamientos, y la memoria se había
hecho fiesta y grito, la memoria era huella en la caminhada y allí
estaba. Y no como “museo” de cosas pasadas y sepultadas, sino
como huella del horror y del espanto. Y por eso hubo fiesta, porque delante
de toda esa gente allí reunida no estaba la muerte sino la resistencia,
el triunfo de la vida que sigue “refregándonos” ante
los ojos que aún ante ese símbolo de la muerte, la resurrección
estaba allí si se la quería mirar. Los resucitados eran
los crucificados, y ahora jóvenes que habían nacido allí,
en el antro de muerte, nos seguían mostrando que el amor y la vida
son más fuertes que la tortura y la muerte. El amor y la memoria
siguen vivos y caminando a nuestro lado, como en Emaús.
Es la lucha de la amnesia y la memoria, lo que decide la identidad y la
salud de una población. Así lo decía Freud:
“Tarea de la cura es suprimir las amnesias. Si se han llenado todas
las lagunas del recuerdo y esclarecido todos los enigmáticos efectos
de la vida psíquica, se ha imposibilitado la prosecución
de la enfermedad, y aun su neoformación. La condición para
ello puede concebirse también así: Deben deshacerse todas
las represiones; el estado psíquico resultante es el mismo que
produce el llenado de todas las amnesias. De mayor alcance es otra concepción:
se trata de volver asequible lo inconsciente a la conciencia, lo cual
se logra venciendo las resistencias”.
Toda sociedad, y toda iglesia tiene sus máscaras, con las que tapa
la identidad y calla la memoria. Desde la Inquisición hasta las
dictaduras, la quema de libros fue un símbolo de la lucha de los
poderosos contra la memoria (ver 1 Mac 1,56) porque allí radica
la fuerza de la esperanza y la edificación de “otro mundo
posible”.
Cuando la Iglesia de los pobres retira las máscaras y pone los
rostros de sus mártires, hace memoria; cuando el pueblo de los
pobres hace fiesta de la vida, le quita el monopolio de la alegría
a los dueños del poder; cuando la esperanza de los pobres recupera
la memoria, su identidad se levanta como bandera y utopía, cuando
un pueblo es capaz de levantar memoria donde imperaba la muerte, la muerte
pierde su aguijón. Y así, con rostros, con nombres, con
pueblo y vida la memoria deja de ser agua estancada, la tradición
es un río que corre torrentoso, como la vida para alimentar la
memoria, para edificarla y para que esa memoria sea un grito que da futuro
a nuestro presente.
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