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En su afán de acumular lucro, el capital
no respeta ningún tipo de frontera, buscando sólo oportunidades
de negocios, donde quiera que estén. Es la naturaleza insaciable
del proceso de acumulación que transforma el capitalismo en un
modo de producción expansivo, que funciona como un sistema económico
mundial.
En ese sentido, desde la expansión ultramarina que impulsó
la colonización mercantilista de América en el siglo XVI,
el capitalismo siempre presentó una tendencia a la globalización.
Sin embargo, el fenómeno contemporáneo que se convino en
llamar «globalización» tiene características
propias. Es necesario conocerlas bien para que podamos comprender los
dilemas actuales de los pueblos latinoamericanos.
La formación de un orden mundial
La profunda transformación en el patrón de desarrollo capitalista
de las últimas tres décadas fue provocada por una ola de
innovaciones tecnológicas y por un conjunto de iniciativas para
la liberalización económica. Estas transformaciones, lideradas
por grandes empresas multinacionales y por el Estado estadounidense, acabaron
generando una brutal ampliación de la capacidad del capital financiero
para explotar la fuerza de trabajo a escala planetaria.
El salto en la productividad del trabajo que ha derivado de la introducción
de nuevas tecnologías propició, al sustituir trabajadores
por máquinas, una sustancial desvalorización de la fuerza
de trabajo. La crisis estructural de desempleo que se produjo, debilitó
tremendamente el poder de la clase obrera, con serias implicaciones sobre
su capacidad de presionar para conseguir aumentos de salario real y mejorías
en las políticas sociales.
La mayor productividad del trabajo también produjo una crisis de
superproducción, dando inicio a una feroz disputa por los mercados
mundiales. La dinámica depredadora de la concurrencia (basada en
la usurpación de posiciones establecidas) desencadenó una
nueva ronda de concentración y centralización de capitales
que reforzó todavía más el poderío tecnológico
y financiero de las grandes empresas multinacionales. En la periferia
del sistema capitalista mundial, tal dinámica derivó en
una avasalladora desnacionalización de la economía, así
como en una gran destrucción del parque industrial, que se volvió
obsoleto en relación a las nuevas tecnologías.
El aumento en las escalas de producción hizo que los grandes conglomerados
internacionales redefiniesen sus vínculos con las economías
nacionales. La necesidad de espacios económicos más amplios,
que tienden a sobrepasar las fronteras nacionales, impulsó un movimiento
de transnacionalización del capitalismo. Paralelamente, la mayor
movilidad espacial de los capitales, potenciada por la integración
del sistema financiero internacional, hizo posible rápidos desplazamientos
de enormes masas de capitales entre diferentes países, comprometiendo
el control de las sociedades nacionales sobre el capital extranjero.
El debilitamiento del trabajo en relación al capital, el extraordinario
fortalecimiento de las empresas multinacionales y la elevadísima
movilidad de los capitales, provocaron una grave crisis del Estado nacional.
En el plano económico, las unidades nacionales encontraron crecientes
dificultades para preservar la integridad de sus sistemas económicos,
y, como consecuencia, para garantizar empleos a todos los trabajadores.
En el plano político, la disputa por el monopolio de las nuevas
tecnologías y por el control de los mercados mundiales agudizó
las rivalidades entre los Estados nacionales.
La lógica del Imperio de los bloques económicos
Sin cuestionar los mecanismos que impulsaron el proceso de globalización
de los negocios, las economías centrales han procurado suavizar
las consecuencias más nefastas de este proceso sobre sus sociedades,
echando mano de agresivas políticas neomercantilistas, que agudizan
el estado de «guerra económica». Obligados a competir
para atraer inversiones productivas, preservar la estabilidad de la moneda
y defender el empleo industrial, los países desarrollados desencadenaron
una carrera para transformar el espacio económico al cual se vinculan
en base estratégica de la concurrencia capitalista a escala mundial.
Bajo la idea de que «somos los mejores, y los demás que se
fastidien», las grandes potencias capitalistas han organizado un
orden económico internacional que funciona sobre la base de «dos
pesos y dos medidas». De un lado, presionan para la liberalización
de los mercados externos; y por otro, defienden con uñas y dientes
sus mercados internos con medidas proteccionistas. Para fomentar la liberalización,
los países desarrollados movilizan el FMI, el BM y la OMC. Y para
defender los intereses corporativos de sus capitales y de sus sindicatos,
adoptan un complejo enmarañado de medidas proteccionistas. Es dentro
de este contexto donde debemos comprender el esfuerzo de formación
de grandes bloques económicos: el NAFTA y, ahora, el ALCA, liderado
por EEUU; la Unión Europea, que se organiza en torno a la economía
alemana; y la Cuenca Asiática, que tiene en Japón su principal
referencia.
Con todo, como es un contrasentido imaginar que todas las economías
puedan ser consideradas, al mismo tiempo, áreas prioritarias de
interés del capital internacional, el esfuerzo de crear un espacio
económico diferenciado instaura un patrón de concurrencia
perverso, intrínsecamente imperialista, en el que el éxito
de una región depende necesariamente de la depreciación
de las demás. En la era de la globalización, el sistema
capitalista mundial se encuentra, por tanto, completamente desprovisto
de propiedades civilizatorias. En el capitalismo contemporáneo,
la gran mayoría de la población mundial está condenada
a vivir en Estados nacionales que no tienen la mínima posibilidad
de evitar (o de atenuar) los efectos nefastos del capitalismo sobre la
vida de las personas.
La necesidad de suplantar las ventajas concedidas al capital por las regiones
concurrentes, constituye una verdadera tarea de Sísifo. Es este
esfuerzo el que alimenta una secuencia inacabable de reformas económicas
liberalizantes, cuya esencia consiste en ampliar los negocios del capital
a costa de los derechos de la colectividad y de la capacidad del Estado
para imponer límites a la acumulación. Al someter a la colectividad
a sus dictámenes, el capital financiero sacraliza su agenda política.
La liberalización del comercio, de las inversiones extranjeras
y de los flujos financieros internacionales, la aprobación de leyes
de patentes que garanticen el monopolio de las nuevas tecnologías,
la flexibilización de las relaciones de trabajo, la privatización
del patrimonio público, la desregulación de la economía,
la estabilidad de la moneda a cualquier precio, el ajuste fiscal permanente...
se convierten en imperativos de la política económica. Es
dentro de este contexto donde surge la fuerza arrebatadora de la ideología
neoliberal y de los procesos socioculturales que destruyen la propia noción
de identidad nacional. No es de extrañar, pues, que la lógica
del «sálvese quien pueda» haya contribuido todavía
más para agravar la crisis del Estado nacional.
América Latina: nueva dependencia y reversión
neocolonial
Las tendencias responsables de la crisis del Estado nacional se han manifestado
con fuerza redoblada en las regiones que forman parte de la periferia
del sistema capitalista mundial. Vulnerables a la furia de la competencia
mundial y al arbitrio de los países centrales, las economías
dependientes quedan sujetas a procesos catastróficos de desestructuración
económica.
En América Latina, área de influencia de EEUU, la globalización
desencadenó un proceso de reversión neocolonial que pone
en cuestión la propia sobrevivencia de nuestros Estados nacionales.
Dejando de lado cualquier miramiento, EEUU pasó a exigir que los
países de la región, todos ellos dependientes da la «buena
voluntad» de los organismos internacionales para gestionar sus deudas
externas, se adhirieran incondicionalmente al liberalismo.
La adopción del recetario del Consenso de Washington alejó
el desarrollo nacional del horizonte de las posibilidades de América
Latina. Transformadas en meros «mercados emergentes», las
economías latinoamericanas se convirtieron en un gran negocio,
convirtiéndose en objetivo de verdaderas operaciones de pillaje
por parte de grandes conglomerados internacionales interesados en: sacar
provecho de las privatizaciones, fusiones y adquisiciones; utilizar el
poder del monopolio para controlar segmentos enteros del mercado nacional;
aprovechar la fragilidad financiera para arrebatar jugosos beneficios
fiscales y financieros; participar en movimientos especulativos contra
la moneda nacional; explotar ventajas comparativas derivadas del control
de materias primas estratégicas y de la presencia de mano de obra
barata.
El balance de más de dos décadas del experimento liberal
en América Latina es sombrío. La concentración del
progreso técnico en las economías centrales ha reforzado
tremendamente la dependencia tecnológica de la región. Vulnerable
a la concurrencia de productos importados, el parque industrial de las
economías latinoamericanas -la columna vertebral de cualquier economía-
ha comenzado a ser desmantelado. Sin condiciones de atender a los requisitos
técnicos, financieros y de escala mínima necesarios para
la absorción de las nuevas tecnologías, sus economías
han quedado incapacitadas para aprovecharlas para modernizar sus fuerzas
productivas. Los pocos países de la región que, después
de mucho esfuerzo, consiguieron avanzar en el proceso de industrialización,
fueron condenados a retroceder en la historia y a revitalizar sus complejos
exportadores, basados en la producción de materias primas agrícolas
y productos manufacturados de bajísimo contenido tecnológico.
La interminable crisis de sobreendeudamiento externo constituye una diabólica
trampa que refuerza la dependencia financiera. A merced de las vicisitudes
de las finanzas internacionales y de la tutela del FMI y del BM, la región
se ha visto forzada, tanto a generar megasuperavits comerciales, destinados
a pagar el servicio de la deuda externa, como a producir megadéficits
comerciales para viabilizar la compra maciza de productos extranjeros
y la absorción del exceso de liquidez en los mercados financieros
internacionales. El programa de ajuste sin fin dictado por los organismos
internacionales ha condenado a A.L. al estancamiento.
Por fin, la hegemonía de la ideología neoliberal ha llevado
al paroxismo la dependencia cultural, haciendo especialmente vulnerables
a nuestras sociedades ante el proceso de «americanización»
de los estilos de vida y de los patrones de consumo. Paralelamente, el
ataque al Estado ha comprometido la integridad de los centros internos
de decisión, dejando los países de la región impotentes
ante las acciones de pillaje del gran capital -nacional e internacional-.
Sujeta al capricho del mercado, A.L. quedó desprotegida en un marco
histórico extraordinariamente adverso, que compromete su futuro.
Una agenda para América Latina
Al implicar una drástica radicalización del proceso de liberalización
en todas sus dimensiones, el Acuerdo de Libre Comercio de las Américas
(ALCA) acelerará todavía más el proceso de reversión
neocolonial que asola A.L. hace décadas. Por ese motivo, la campaña
contra el ALCA debe ser prioridad en la agenda latinoamericana. Para ir
a la raíz del problema, tal campaña debe contraponer a la
integración mercantil, impulsada por el Estado norteamericano,
la integración solidaria, impulsada por la unidad de los pueblos
latinoamericanos en busca de un destino común de libertad e igualdad.
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