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En su afán de acumular lucro, el capital
no respeta ningún tipo de frontera, buscando sólo oportunidades
de negocios, donde quiera que estén. Es la naturaleza insaciable
del proceso de acumulación que transforma el capitalismo en un
modo de producción expansivo, que funciona como un sistema económico
mundial.
La formación de un orden mundial
La profunda transformación en el patrón de desarrollo capitalista
de las últimas tres décadas fue provocada por una ola de
innovaciones tecnológicas y por un conjunto de iniciativas para
la liberalización económica. Estas transformaciones, lideradas
por grandes empresas multinacionales y por el Estado estadounidense, acabaron
generando una brutal ampliación de la capacidad del capital financiero
para explotar la fuerza de trabajo a escala planetaria.
El salto en la productividad del trabajo que ha derivado de la introducción
de nuevas tecnologías propició, al sustituir trabajadores
por máquinas, una sustancial desvalorización de la fuerza
de trabajo. La crisis estructural de desempleo que se produjo, debilitó
tremendamente el poder de la clase obrera y su capacidad de conseguir
mejoras en los salarios y las políticas sociales.
La mayor productividad del trabajo también produjo una crisis de
superproducción, dando inicio a una feroz disputa por los mercados
mundiales. La dinámica depredadora de la competencia desencadenó
una nueva ronda de concentración y centralización de capitales
que reforzó todavía más el poderío tecnológico
y financiero de las multinacionales. En la periferia del sistema capitalista
mundial, tal dinámica derivó en una avasalladora desnacionalización
de la economía, así como en una gran destrucción
del parque industrial, que se volvió obsoleto en relación
a las nuevas tecnologías.
La necesidad de espacios económicos más amplios, que tienden
a sobrepasar las fronteras nacionales, impulsó un movimiento de
transnacionalización del capitalismo. Paralelamente, la mayor movilidad
espacial de los capitales, potenciada por la integración del sistema
financiero internacional, hizo posible rápidos desplazamientos
de enormes masas de capitales entre diferentes países, comprometiendo
el control de las sociedades nacionales sobre el capital extranjero.
El debilitamiento del trabajo en relación al capital, el extraordinario
fortalecimiento de las empresas multinacionales y la elevadísima
movilidad de los capitales, provocaron una grave crisis del Estado nacional.
En el plano económico, las unidades nacionales encontraron crecientes
dificultades para preservar la integridad de sus sistemas económicos,
y, como consecuencia, para garantizar empleos a todos los trabajadores.
En el plano político, la disputa por el monopolio de las nuevas
tecnologías y por el control de los mercados mundiales agudizó
las rivalidades entre los Estados nacionales.
La lógica del Imperio de los bloques económicos
Sin cuestionar los mecanismos que impulsaron el proceso de globalización
de los negocios, las economías centrales han procurado suavizar
las consecuencias más nefastas de este proceso sobre sus sociedades,
echando mano de agresivas políticas neomercantilistas, que agudizan
el estado de «guerra económica». Obligados a competir
para atraer inversiones productivas, preservar la estabilidad de la moneda
y defender el empleo industrial, los países desarrollados desencadenaron
una carrera para transformar el espacio económico al cual se vinculan
en base estratégica de la concurrencia capitalista a escala mundial.
Bajo la idea de que «somos los mejores, y los demás que se
fastidien», las grandes potencias capitalistas han organizado un
orden económico internacional que funciona con «dos pesos
y dos medidas». De un lado, presionan para la liberalización
de los mercados externos; y por otro, defienden con uñas y dientes
sus mercados internos con medidas proteccionistas. Para fomentar la liberación,
los países desarrollados movilizan el FMI, el BM y la OMC. Y para
defender los intereses corporativos de sus capitales y de sus sindicatos,
adoptan un complejo enmarañado de medidas proteccionistas. Es dentro
de este contexto donde debemos comprender el esfuerzo de formación
de grandes bloques económicos: el NAFTA y, ahora, el ALCA, liderado
por EEUU; la Unión Europea, que se organiza en torno a la economía
alemana; y la Cuenca Asiática, que tiene en Japón su principal
referencia.
Con todo, como es un contrasentido imaginar que todas las economías
puedan ser consideradas, al mismo tiempo, áreas prioritarias de
interés del capital internacional, el esfuerzo de crear un espacio
económico diferenciado instaura un patrón de concurrencia
perverso, intrínsecamente imperialista, en el que el éxito
de una región depende necesariamente de la depreciación
de las demás. En la era de la globalización, el sistema
capitalista mundial se encuentra, por tanto, completamente desprovisto
de propiedades civilizatorias. La gran mayoría de la población
mundial está condenada a vivir en Estados que no tienen posibilidad
de evitar los efectos nefastos del capitalismo sobre la vida de las personas.
La necesidad de captar las ventajas concedidas al capital alimenta una
secuencia inacabable de reformas económicas liberalizantes, cuya
esencia consiste en ampliar los negocios del capital a costa de los derechos
de la colectividad y de la capacidad del Estado para imponer límites
a la acumulación. Al someter a la colectividad a sus dictámenes,
el capital financiero sacraliza su agenda política. La liberalización
del comercio, de las inversiones extranjeras y de los flujos financieros
internacionales, la aprobación de leyes de patentes que garanticen
el monopolio de las nuevas tecnologías, la flexibilización
de las relaciones de trabajo, la privatización del patrimonio público,
la desregulación de la economía, la estabilidad de la moneda
a cualquier precio, el ajuste fiscal permanente... se convierten en imperativos
de la política económica.
América Latina: nueva dependencia y reversión
neocolonial
Las tendencias responsables de la crisis del Estado nacional se han manifestado
con fuerza redoblada en las regiones que forman parte de la periferia
del sistema capitalista mundial. Vulnerables a la furia de la competencia
mundial y al arbitrio de los países centrales, las economías
dependientes quedan sujetas a procesos catastróficos de desestructuración
económica.
En A.L., área de influencia de EEUU, la globalización desencadenó
un proceso de reversión neocolonial que pone en cuestión
la propia sobrevivencia de nuestros Estados nacionales. Sin miramientos,
EEUU pasó a exigir que los países de la región, todos
ellos dependientes da la «buena voluntad» de los organismos
internacionales para gestionar sus deudas externas, se adhirieran incondicionalmente
al liberalismo.
La adopción del recetario del Consenso de Washington alejó
el desarrollo nacional del horizonte de las posibilidades de A.L. Transformadas
en meros «mercados emergentes», las economías latinoamericanas
se convirtieron en un gran negocio, convirtiéndose en objetivo
de verdaderas operaciones de pillaje por parte de grandes conglomerados
internacionales interesados en: sacar provecho de las privatizaciones,
fusiones y adquisiciones, utilizar el poder del monopolio para controlar
segmentos enteros del mercado nacional; aprovechar la fragilidad financiera
para arrebatar jugosos beneficios fiscales y financieros; participar en
movimientos especulativos contra la moneda nacional; explotar ventajas
comparativas derivadas del control de materias primas estratégicas
y de la mano de obra barata.
El balance de más de dos décadas del experimento liberal
en A.L. es sombrío. La concentración del progreso técnico
en las economías centrales ha reforzado tremendamente la dependencia
tecnológica de la región. Vulnerable a la concurrencia de
productos importados, el parque industrial de las economías latinoamericanas
-la columna vertebral de cualquier economía- ha comenzado a ser
desmantelado. Sin condiciones de atender a los requisitos técnicos
y financieros necesarios para la absorción de las nuevas tecnologías,
sus economías han quedado incapacitadas para aprovecharlas para
modernizar sus fuerzas productivas. Los pocos países de la región
que, después de mucho esfuerzo, consiguieron avanzar en el proceso
de industrialización, fueron condenados a retroceder en la historia
y a revitalizar sus complejos exportadores, basados en la producción
de materias primas agrícolas y productos manufacturados de bajísimo
contenido tecnológico.
La interminable crisis de sobreendeudamiento externo constituye una diabólica
trampa que refuerza la dependencia financiera. A merced de las vicisitudes
de las finanzas internacionales y de la tutela del FMI y del BM, la región
se ha visto forzada, tanto a generar megasuperavits comerciales, destinados
a pagar el servicio de la deuda externa, como a producir megadéficits
comerciales para viabilizar la compra maciza de productos extranjeros
y la absorción del exceso de liquidez en los mercados financieros
internacionales. El programa de ajuste sin fin dictado por los organismos
internacionales ha condenado a A.L. al estancamiento.
Por fin, la hegemonía de la ideología neoliberal ha llevado
al paroxismo la dependencia cultural, haciendo especialmente vulnerables
a nuestras sociedades ante el proceso de «americanización»
de los estilos de vida y de los patrones de consumo. Paralelamente, el
ataque al Estado ha comprometido la integridad de los centros internos
de decisión, dejando los países de la región impotentes
ante las acciones de pillaje del gran capital -nacional e internacional-.
Sujeta al capricho del mercado, A.L. quedó desprotegida en un marco
histórico extraordinariamente adverso, que compromete su futuro.
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