|
Un día soleado, por el descuido de un niño,
se incendió la gran casa Yanomami que cobija a todo el pueblo de
la aldea. En pocos minutos las llamas destru-yeron todo. Nadie gritó
al niño. Nadie fue acusado de «falta de responsabilidad».
En medio de las carreras por el incendio, una yanomami vuelve a su casa
en llamas para buscar algo. Cuando reaparece, envuelta en humo, trae un
papagayo asustado, mudo y aturdido.
Al adentrarnos en la vida de los pueblos indígenas descubrimos
muchos gestos semejantes de ternura peda-gógica y convivencia socioecológica
que forman parte de una alteridad extraña y una sabiduría
profunda. En conjunto configuran en comparación con la sociedad
dominante- la lógica de otro proyecto de vida, que ya existe. El
«otro mundo», además de ser una herencia y un sueño,
es una construcción del día a día, también
en los territorios indígenas. Y de este «otro mundo»
que ya existe, nosotros, pastores de la aurora de ese «otro mundo
que es posible», podemos aprender algunas lecciones para conducir
el rebaño de sueños y luchas al aprisco de un mundo nuevo.
1. Prioridad de la vida
Escoger un papagayo como «objeto de valor» preferencial de
una casa en llamas, es algo que nos sorprende. Bartolomé de Las
Casas nos relata el discurso de un cacique que, ante de la inminente invasión
de los españoles, cuestiona los valores de la sociedad colonial.
En el relato, el cacique explica a su pueblo por qué «los
cristianos» están matando tanta gente: «Tienen un Señor
muy grande -dice el cacique Hatuey- a quien mucho quieren y aman. Este
Señor es el oro». Hoy sería el oro negro, el petróleo.
Y el cacique manda tirar el oro de la aldea al río. Cuando peligra
la vida, se salva al papagayo vivo y se desprecia el oro muerto.
Los franciscanos de la primera hora de la conquista elogiaban el «desprendimiento»
de los indios. Pero ese «desprendimiento» de los pueblos indígenas
no era una cuestión de «virtud» o de «moral»,
sino de su «proyecto de vida». Al salvar al papagayo, la yanomami,
como persona en medio de su pueblo, no es más virtuosa que muchas
personas de nuestra sociedad. Lo que marca la diferencia entre la sociedad
indígena y la sociedad no indígena no es la elección
entre dos señores, sino la elección de un Señor o
de ningún señor. Su «buen sentido» fundamenta
una lógica de la vida que no se deja imponer opciones equivocadas.
Las sociedades indígenas rechazan las falsas alternativas entre
anarquía y señorío, entre igualdad y libertad, entre
felicidad y justicia. Viven la «coincidencia de los opuestos»,
la igualdad en libertad, la felicidad con justicia, el consen-so en la
diversidad, la fiesta en el trabajo.
2. Pedagogía comunitaria
Para la sociedad indígena, «tiempo» no significa «dinero».
Los indígenas saben «perder» tiempo con el crecimiento
de sus hijos. Desde que nace, el indio está bien amparado como
individuo en su comunidad, y es educado para vivir en comunidad. El niño
que nace es de todos. La comunidad indígena no deja a nadie caer
en la marginación social. Entre los 5000 xavantes nace cada año
una aldea nueva con más de 250 niños, sin «menores
abandona-dos». Los niños no son una rémora para la
prosperidad del pueblo, sino causa de alegría y bienestar social
y ecológico.
En la iniciación xavante, por ejemplo, el significado simbólico
del agua tiene gran importancia. El «agua viva» de los ríos
está habitada por los buenos espíritus. El «agua muerta»
-el agua estancada de los lagos- está habitada por los malos espíritus.
En ese contexto, la lucha por la conservación de los ríos
es una lucha vital, ecológica y espiritual por conseguir la presencia
de los buenos espíritus. La adolescencia es considerada la fase
más importante de la vida. Los wapté (adolescentes) son
el centro de varias ceremonias, ritos y leyendas. Su función social
más importante es ejecutar los cantos en las varias horas marcadas
del día y de la noche para alegrar la comunidad. La vida en comunidad
no reprime la espontaneidad, ni la libertad individual. «Aman a
sus hijos extraordinariamente (
) y no les imponen ningún
género de castigo», cuenta Fernán Cardim de los Tupi-nambas
del siglo XVI (1584).
La educación indígena no ata al individuo al mundo productivo
y competitivo del mercado. La educación no es estresante porque
no es fuente de renta, ni apunta al lucro. Prepara para la vida y para
la alteridad que es la libertad de ser respetado en su diferencia. Cierto
día, una profesora-misionera entre los Munky, dijo a una mujer
indígena: «Escucha, tengo una cosa que enseñar-te».
La mujer miró a la profesora y le dijo: «¡No! ¡No
me digas cosas de ésas!». La escuela del «otro mundo»
nacerá en el momento exacto en que el «tengo una cosa que
enseñarte» sea sustituido por la actitud del «tene-mos
algo que aprender juntos», con relaciones igualita-rias entre nosotros,
también en el saber. En una sociedad donde uno sabe lo que todos
pueden saber, y donde uno tiene lo que todos pueden tener, la sabiduría
y la propie-dad no se transforman en instrumentos de dominación.
3. Solidaridad preinstitucional
En la sociedad tradicional de los pueblos indígenas se aprende,
desde el nacimiento, que la solidaridad con la vida es responsabilidad
de todos. Por eso no puede ser tercerizada para el Estado u otras instituciones.
La llamada sociedad nacional creó para cualquier calamidad de la
vida una institución especializada, desde los bom-beros hasta la
Cruz Roja. Y la posibilidad de poder dele-gar la responsabilidad por el
prójimo a instituciones crea muchas veces irresponsabilidad individual.
«¿Para qué pagamos impuestos?», preguntan los
ciudadanos «modernos».
En las sociedades indígenas no existe un orfanato para menores,
ni un asilo para los ancianos, ni un hospital para los enfermos, ni una
cárcel para los crimi-nales, ni un burdel para apaciguar la libido
sexual de los hombres. La sociedad indígena sabe resolver todos
los «problemas» que llevaron a «sociedad civilizada»
a fundar estas casas de caridad y reclusión que separan a los individuos
de la comunidad y que se convierten en fuentes de lucro en la red de privilegios
y de poder.
El proyecto de vida del mundo «tradicional» produce una solidaridad
inmediata y preinstitucional. Tras esa solidaridad está la experiencia
de que la vida es vida en red, donde unos tienen necesidad de otros. La
vida del otro es necesaria. Todos son necesarios. Y desde muy pronto,
el niño aprende en su aldea que no sólo el vecino, sino
también los animales y las estrellas, las plantas y los árboles,
los espíritus y las almas, forman parte de esa red de la vida donde
las fronteras entre «sujeto» y «objeto» todavía
no están marcadas por la dominación. Cuando, hace algunas
décadas, los antropó-logos llegaron al pueblo Mynky, encontraron
una comu-nidad que, antes de cortar un árbol, pedía permiso
al árbol.
4. Modernidad universal
El «otro mundo» indígena no es un mundo «premo-derno»,
si no consideramos la modernidad como idéntica al capitalismo y
al desarrollo tecnológico. Los cronistas del siglo XVI hablan constantemente
de la abundancia de alimentos que encontraron en las aldeas guaraníes,
sin máquinas agrícolas, sin abonos químicos y, al
principio, sin herramientas de hierro. El «otro mundo» de
los pueblos indígenas reivindica las verdade-ras conquistas civilizatorias
de la modernidad para todos, a saber, la autodeterminación y la
participación, la igualdad de derechos y la pluralidad de las culturas,
el equilibrio de las cuestiones éticas frente al individuo y a
la colectivi-dad, la articulación entre la solidaridad de la comunidad
y la responsabilidad de cada persona con los contempo-ráneos y
las futuras generaciones.
La modernidad no significa «incorporación de lo diferente
a lo mismo», sino la convivencia de muchos modos de ser que se encuentran
como herencia y prome-sa en el continente latinoamericano. Las sociedades
indígenas no necesitan pasar por el «pecado original»
de la productividad capitalista, de la alienación consumista y
de la especialización cientifista.
El conocimiento indígena sobre la flora y la fauna es enciclopédico.
Lévi-Strauss advirtió, hace tiempo, que hay un pensamiento
científico más intuitivo, que mezcla saberes desde un abordaje
holístico, y otro que se dis-tancia, desmonta el objeto en partes,
crea especiali-zaciones y «disciplinas»
La sabiduría
de los pueblos indígenas, muchas veces califi-cada como «magia»,
permite no sólo un acceso paralelo a la naturaleza, sino también
un acceso con menos efectos colaterales, con menos «locuras».
¿No es una «locura» vender cigarrillos con el aviso
de que son dañinos para la salud?
La construcción histórica del «otro mundo» se
da en un contexto de luchas sociales y racionalidad vivencial. La lucha
indígena apunta a la ruptura que significa transformación
de los síntomas de una patología social -considerada «providencial»-
en sufrimiento histórico, con causas y causadores identificables.
El movimiento indígena es la memoria y la consciencia de una lucha
que procura desmantelar la red de privilegios, de presti-gio y de hegemonía
del latifundio de la tierra, del capi-tal financiero, de los medios de
comunicación y del saber. Los pueblos indígenas, junto con
los otros movi-mientos sociales, luchan no por el paraíso terrestre,
sino por un mundo donde todos tengan las mismas oportuni-dades para vivir
y donde vivir signifique un alegre con-vivir con la vecindad, con responsabilidad
social y ecoló-gica hasta los confines del mundo.
|