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El Islam tiene, sin duda, mala prensa en el mundo occidental
de hoy, pero no hay que negar que en ello tienen también su parte
de responsabilidad aquellos musulmanes que se niegan a admitir que, como
todas las religiones, debe y puede adaptarse a los tiempos y evolucionar.
Durante más de un siglo y medio ése ha sido el reto al que
se han visto enfrentados aquellos musulmanes que, conscientes del retraso
del mundo musulmán con respecto a los países desarrollados
e industrializados occidentales, han buscado por todos los medios un aggiornamento.
La modernización de sus sociedades pasaba por una confrontación
entre los reformistas y los sectores conservadores que invocaban el nombre
de la religión para impedir los cambios.
Un caso digno de mención fue la prohibición de la esclavitud
en el Túnez de mediados del siglo XIX, que suscitó una reacción
en la que las clases privilegiadas que se beneficiaban de ella lograron
el apoyo de las clases más modestas para reclamar su retorno, con
el pretexto de que la religión la hacía lícita. Hoy
día nadie, ni siquiera los sectores más retrógrados
del islam, reivindican la esclavitud, a pesar de que está citada
en el Corán. Una prueba de modernización que debería
dar pie a otras puestas al día en la necesaria distinción
entre religión y política.
Para el intelectual tunecino Mohamed Charfi, ministro de Educación
de su país entre 1989 y 1994, esos terrenos conflictivos que exigen
una modernización a la que se oponen los integristas, afectan a
tres aspectos de la charia (la ley musulmana), contenidos en el estatuto
personal (claramente discriminatorio para la mujer), en el derecho penal
tradicional (los castigos corporales) y la libertad de conciencia, es
decir, el derecho a la apostasía. Este autor plantea, refiriéndose
a los musulmanes en su libro Islam y libertad (Editorial Almed, Granada
2001), que «nuestro mayor problema, el poderoso freno que impide
nuestra emancipación y nuestro desarrollo, es que estamos encadenados
a nuestro pasado».
Propone como tarea urgente distinguir lo que. es religión de lo
que es político y establecer la distinción neta entre un
islam divino y un islam humano, hecho e interpretado por los seres humanos.
Para él, esos tres ámbitos de la charia que critica corresponden
al ámbito de lo creado por los seres humanos y debería lograrse
un consenso para su modificación, sin alterar en absoluto el mensaje
del islam. Ésta es una tarea difícil, que sólo han
sido capaces de establecer e imponer en determinados países islámicos
los reformadores dotados de carisma y capaces de aprovechar coyunturas
históricas de crisis y de cambio. Tal fue el caso de Kamal Ata
Turk en la Turquía de la inmediata primera posguerra mundial aboliendo
el califato y estableciendo un régimen laico o el caso de Habib
Burguiba en el Túnez de la independencia, modernizando el derecho
de familia arropado por la legitimidad de la lucha contra la colonización
y apoyándose en un parlamento del que controlaba el 100 % de los
votos. En ambos casos hay que señalar la combinación de
coraje político y de carisma, difíciles de encontrar en
otros contextos.
¿Podría haber sido éste el caso del Marruecos a la
muerte de Hassan II? Mohamed VI se presentó en sus primeros discursos
tras acceder al trono como un reformador que denunciaba la discriminación
de la mujer, defendiendo la necesidad de recuperar el atraso y lanzando
gestos que se interpretaron como la prueba de que estaba dispuesto a emprender
un camino reformista similar al del monarca español a su subida
al trono, iniciando una arriesgada transición. Sin embargo, cuando
se presentaron las primeras resistencias de un búnker militar,
religioso y financiero, esa actitud valiente fue desapareciendo. En su
calidad de Amir al-muminin, jefe religioso, no tuvo el coraje por ejemplo
de dirimir la querella que enfrentó al gobierno Yusufi y su «Plan
de Acción para la integración de la mujer en el desarrollo»
con los sectores sociales más conservadores, encabezados por los
grupos islamistas, ya se presentaran éstos como «moderados»
o «radicales». El Plan pasaba por una reforma tímida
del código de estatuto de la mujer que afectaba a la edad legal
para contraer matrimonio (elevarla de 15 a 18 años), a la tutela
matrimonial, a la sustitución de la repudiación arbitraria
por un divorcio regulado, a la limitación de la poligamia, a la
custodia de los hijos, oponiéndose a que la mujer la pierda por
un nuevo matrimonio o a la uniformización de la edad de custodia
(los 15 años) tanto para los hijos como para las hijas, así
como alguna medida relativa al código de nacionalidad, reconociendo
como marroquíes a los hijos de mujer marroquí y padre extranjero.
Medidas, se dirá, poco «religiosas», pero que los sectores
conservadores quisieron impregnar de este matiz para negarse al cambio.
Por su parte, el gobierno, dirigido por el socialista Abderrahmán
Yusufi, debido a la presión ejercida por los conservadores en la
calle (una manifestación en Casablanca reunió entre 600.000
y 800.000 personas en contra de los cambios) no tuvo el coraje de descontaminarlas
de su impregnación religiosa trasladando el conflicto al monarca,
quien, a su vez, dejó dormir el tema más de dos años
hasta que en septiembre de 2003 vuelve a replantearse de nuevo por una
comisión real presidida por el dirigente conservador del Partido
del lstiqlal, Mohamed Bucetta, durante muchos años ministro de
Asuntos Exteriores. Se perdió una ocasión de oro para asentar
las bases de un Marruecos moderno y democrático. Sobre todo para
dejar claro que la charia, la ley musulmana, es la ley que los hombres
han hecho reinterpretando el libro -el Corán- y la tradición
-la sunna-, textos sagrados del islam. Pero ahí es donde es más
difícil poner de acuerdo a las distintas corrientes.
Quizás conviene relativizar estas dificultades recordando la crispación
social que debates, que también rozaban lo religioso en nuestro
país, produjeron en su día, como fue el caso del divorcio
o el aborto. En el primer caso, la solución adoptada provocó
el malestar de las instituciones religiosas, mientras que, en el segundo,
el recorte a las propuestas iniciales provocaron la frustración
de los colectivos o partidos que hubieran querido ir más lejos.
Así ocurre siempre con las leyes que chocan con el fondo de las
convicciones religiosas de una mayoría. Y sin embargo se termina
por lograr un compromiso (diferente según el momento y la correlación
de fuerzas) cuando se separa nítidamente lo religioso de lo político.
¿Qué hace sin embargo que en el mundo islámico -y
digo bien en el mundo islámico y no en el «islam»-
esto sea más difícil? La razón no es otra que el
hecho de que las sociedades islámicas, mayoritariamente, están
aún dominadas por una ideología patriarcal, autoritaria
y arcaica, difundida desde la familia y la escuela, que dificulta el diálogo
y el cambio. Se añade que más de la mitad de sus poblaciones
es analfabeta con lo que hacen mella en ella fácilmente los demagogos
que controlan el campo religioso. Demagogos como los regímenes
políticos que, carentes de legitimidad democrática, han
manipulado la religión tratando de convertirla en instrumento de
control de la población para hacer frente a los grupos fundamentalistas
que, con otra forma de demagogia populista, han encontrado precisamente
en la religión el terreno de combatirlos. La religión, que
había ido separándose tímidamente del terreno político
a lo largo de la primera mitad del siglo XX, ha retornado a imbricarse
en lo cotidiano.
Nada ha ayudado a frenar este proceso el foso creciente que se ha establecido
entre ese Occidente distorsionado y los países islámicos,
un foso que es esencialmente social y económico pero revestido
de choque civilizacional. La protección que la cabeza de ese Occidente,
Estados Unidos, ha dado a una injusticia manifiesta contra el pueblo palestina
practicada a diario por el gobierno israelí desde el estallido
de la segunda intifada en septiembre de 2000, ha hecho que se radicalicen
los grupos que creen encontrar en el islam la solución a todos
los problemas. El 11 de septiembre de 2001 supondrá un paso adelante
en la escenificación de un choque que, sin duda, no hará
sino aplazar en varias décadas ese cambio necesario para el mundo
arabo-islámico y que contiendas como la de Irak no lograrán
imponer por la fuerza. Ese cambio sólo vendrá, como señala
el citado Mohamed Charfi, a través de la educación y del
contacto con otras costumbres y otras culturas. Algo que puede tardar
tal vez en algunos casos más de una generación, pero que
dependerá siempre de los diferentes países, así como
del coraje político y del talante reformador de quienes estén
llamados a dirigirlos. El cambio no vendrá, pues, en el «islam»,
así en abstracto, sino en contextos concretos del mundo islámico,
donde se logre un consenso que permita esas reformas. Y no porque el «Islam»
así con mayúscula sea algo incambiable, sino porque no hay
en él una institución englobadora capaz de llevar a cabo
un Congreso del tipo del Concilio Vaticano II. Los cambios concretos en
contextos nacionales concretos exigen sobre todo y ante todo la elevación
del nivel cultural de esos pueblos mantenidos en la ignorancia por unas
élites que, no lo olvidemos, han vivido largo tiempo enfeudadas
a un Occidente que nunca se preocupó de los efectos sobre sí
de esta incultura, vivero de todos los fanatismos, de actitudes xenófobas
y de un odio acumulado que es sobre todo social y económico ante
la profunda injusticia sobre la que está construido nuestro mundo
de hoy.
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