PRIMER PREMIO del Concurso de Páginas Neobíblicas
convocado por la Agenda Latinoamericana-Mundial'2003
en su VIIIª edición.
Vea la nueva convocatoria que hace la Agenda'2004 (XIª edición).

 

De la dignidad restaurada

(Génesis 41)


“La historia de nuestro pueblo es la historia de un expolio, del robo de una dignidad”, aseguraba la Abuela.


Así iniciaba la narración la madre de todos, la mayor de la familia, con todas sus nietas y nietos sentados a su alrededor, como lo había hecho con sus hijas e hijos, y como ella lo había visto hacer a su madre, y a la madre de su madre.

 


“No cabía esperar mucho más de aquellos hermanos que, en una embestida de la envidia y tras una acumulación de rivalidades e inhumanidades, decidieron hundir finalmente, al pequeño José, en un oscuro y profundo pozo de soledad y muerte. Lo fueron machacando poco a poco, obteniendo de él todo lo que quisieron: primero el oro, después los diamantes. Tal vez esclavos y azúcar, el petróleo más tarde. José, el precioso hermano más pequeño, fue enterrado, poco a poco hasta que lograron dejar de tenerlo ante sus miradas, llenas ahora de culpabilidad y, en algunos momentos, de miedo ante la reacción del padre. Acabar con él, hubiera sido exagerado. Al fin y al cabo, José era de su propia sangre. Hijo del mismo padre y de la misma madre. Era miembro de su familia.

Así que, un buen día, al paso de los mercaderes, decidieron venderlo. Fue de este modo como José, el menor de los hijos fue vendido por un puñado de dólares y créditos a los mercaderes, banqueros y mafiosos de éste y del otro lado del océano, que le dejaron aún más abatido si cabe, esquilmaron sus tierras, se aprovecharon de sus mujeres y sus hijas, explotaron a sus hijos. En fin, que José y sus hijas e hijos perdieron la dignidad, porque ésta les fue arrebatada por un puñado de iguales que se creían mejores por diferentes, superiores por distintos.

La Deuda se fue acumulando conforme pasaban los años. Se iba haciendo inmensa, a pesar de que los acreedores esquilmaban todo a su paso, con la excusa de que era suyo. En el fondo, no habían comprado un terreno, habían comprado países, continentes enteros, con todos los seres, humanos o no, que había encima. Los paisajes, la vegetación, la tierra y lo que había dentro de ella, sobre todo eso, lo que había en su interior, pero también el aire y los pájaros, las salidas del sol y los atardeceres. Las lunas llenas, pero también sus crecientes y menguantes habían dejado de pertenecerles. Lo robaron todo y se lo llevaron, junto con un pequeño paquete. Un pequeño fardo en el que habían introducido su dignidad, lo más íntimo, lo que parecía que nadie podría arrebatarles. La Deuda era tan grande y tan eterna que a José y a sus hijas e hijos, y a las hijas e hijos de sus hijos, no les quedó más remedio que endeudarse cada vez más. Cuentan que algunos tuvieron que dejar su tierra, la Prometida, la que manaba leche, miel, frutos y bienes, y viajar a la tierra de sus padres y de otros ancestros y venderse de nuevo, como esclavos una vez más.

Porque José y sus hijas e hijos y las hijas e hijos de sus hijos habían interpretado un sueño. En él distinguían rotundamente y llegaba a oírse con toda claridad el mugido de un rebaño de vacas. Siete gordos rumiantes pastando en verdes e inmensos prados. Las imágenes que llegaban de aquellas idílicas tierras hablaban de algo más que suerte: los campos cultivados, los estómagos llenos, la sonrisa en el rostro de los hombres y la belleza en los corazones de las mujeres. Todo hacía presagiar que su propia vida, una vez alcanzaran aquella tierra, cruzado el gran desierto de agua, o el estrecho pasadizo mojado, según el caso, les devolvería la fuerza y la alegría perdidas, pero sobre todo, la esperanza y la dignidad robadas con saña.

Al llegar, los que consiguieron arribar a la costa, sin perder la poca vida que les quedaba, o aterrizar sin ser atrapados, las vacas no eran tan gordas como habían imaginado en sus sueños, como había visto en las pantallas gracias a los satélites y las parabólicas. Toparon, más bien, con siete delgadas y famélicas criaturas hambrientas que no tenían para comer ni verdes ni inmensos prados. Los campos no eran cultivados, los estómagos no estaban llenos, la sonrisa en el rostro de los hombres empezaba a borrarse y la belleza en los corazones de las mujeres había desaparecido casi por completo. Se encontraron de bruces con las vacas flacas de racismo que se ceba con los más pobres. Tuvieron que enfrentarse a unos trabajos despreciados por los propios del lugar, siendo, la mayor parte de las veces malpagados y explotados.

José y sus hijas e hijos, y las hijas e hijos de estos, “crecieron en la tierra de su aflicción”; y allí “olvidaron sus trabajos y la casa paterna”. Se asimilaron en la nueva cultura y fueron perdiendo, poco a poco sus raíces en un continuo goteo de sangre, que, hasta entonces les mantenía unidos a la tierra en la que habían nacido. Sus costumbres se fueron diluyendo una vez más. Apartaron sus creencias y sus vestimentas para no ser distinguidos de los ciudadanos con los que compartían poco, también es verdad. Les invitaban a integrarse pero no recibían muestras de ser aceptados tal y como eran. Eran mal mirados y en muchos casos, se les acusaba de venir a robar, a quitar el poco trabajo que había, de querer aprovecharse de las mujeres de aquella tierra, de oler mal, de no pagar sus deudas, ellos, que llevaban toda la vida pagando con la suya propia, la Deuda a la que sus antepasados les habían condenado.

 


“Pero hubo un momento en el que todo cambió, mis queridos niños”, aseguró la Abuela. Los ojos de las niñas y de los niños se abrían de par en par ante tantas desgracias narradas por la matriarca. Sin embargo, una luz esperanzadora inauguraba un nuevo camino, y ninguno de los pequeños quería perderse ahora, el intrigante final de la historia del pueblo en el que habían nacido.


Cuando el hambre cubrió toda la tierra, José abrió los graneros y repartió raciones a los egipcios mientras arreciaba el hambre en Egipto, y de todos los países venían a Egipto a comprar a José, porque el hambre arreciaba en toda la tierra”.

Y los hermanos de José, los que un día lo enterraron en el olvido y otro día lo vendieron a los mercados del capital, volvieron a su tierra, a implorar la ayuda del olvidado y despreciado hermano pequeño. Porque de José y de sus hijas e hijos, y de las hijas y los hijos de sus hijos era de quienes podían recibir, una vez más, las materias primas y la fuerza de la mano de obra. Y solo ellos podían regresar a recuperar la tierra, y las selvas vírgenes y la historia de los siglos y las sabias tradiciones.

Y esta vez, los hijos de José no respondieron a sus hermanos con la misma moneda con que habían sido vendidos, ni los trataron como ellos habían sido tratados. Muy al contrario, para cobrarse de ellos la explotación y la posterior venta de que habían sido objeto, las hijas y los hijos y las nietas y los nietos de José aceptaron la petición de sus hermanos, los pueblos de Arriba, con una sola condición: que su antigua dignidad robada, aquella que escondían en un pequeño envoltorio, al fondo del cajón con sus propiedades, les fuera reintegrada y restaurada.


Olivia Pérez Reyes
Valencia- España

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