A manera de introducción fraterna
Nuestra Agenda de 2002 discutía y
alentaba el diálogo entre las culturas frente al anunciado «choque
de civilizaciones». Esta Agenda de 2003 está dedicada al
diálogo entre las religiones; con el objetivo concreto e inaplazable de
ir consiguiendo la paz entre ellas para ir afianzando una verdadera paz en el
mundo.
Dios está de vuelta, y las
religiones son de actualidad. Estamos viviendo el retorno de lo religioso, con
muchas ambigüedades, sin duda, pero en un contexto, como nunca, de
pluralidad y de concurrencia.
Por la imbricación que existe
entre cultura y religión, se imponía dedicar una Agenda –y
nuestra atención y hasta nuestra vida- al diálogo entre las
religiones, después de haber hablado del diálogo entre las
culturas.
«La distinción entre
religión y cultura es difícil de establecer, ya que la
religión, representando el elemento transcendente de la cultura, es
difícilmente separable de ella», afirma Jacques Dupuis. Raimon
Panikkar, por su parte, escribe: «El diálogo interreligioso que
vuelve a aparecer en nuestros días como una cuestión religiosa
fundamental, nos descubre de nuevo que si bien podemos distinguir
legítimamente entre religión y cultura, ambas no se pueden
separar». La religión «confiere a la cultura su sentido
último, y la cultura presta a la religión su lenguaje».
Cada vez más, en este mundo
“globalizado”, se reconoce que la paz entre las religiones, su
capacidad de dialogar humanamente y en nombre del Dios de la Vida, es factor
esencial para la paz entre los pueblos: Paz entre las religiones, para la
paz del mundo es «agenda» de urgencia
y programa universal. Para la paz del mundo y para el futuro de la tierra.
«En medio de la magnífica diversidad de culturas y formas de vida,
somos una sola familia humana y una sola comunidad terrestre, con un destino
común», nos recuerda la «Carta de la Tierra».
Ese diálogo se impone como fruto
doloroso de una larga experiencia de incomprensiones, de querellas y de
verdaderas guerras, alimentadas por fundamentalismos, exclusivismos y
proselitismos religiosos. Cada vez más se siente la necesidad de un verdadero
aprendizaje de diálogo en todas las esferas de la vida personal y
social, y más concretamente en esta esfera profunda. «El
ecumenismo interreligioso puede ser una ayuda preciosa para hacer el
aprendizaje de una Humanidad a la vez una y plural» (Claude
Geffré).
El fenómeno creciente de la
migración (por guerras, por desempleo, por sequías, por
hambrunas), que ya se viene anunciando hace tiempo como una gran
convulsión de este nuevo siglo, nos exige reconocer en la
población migrante no simplemente brazos más o menos baratos o
bocas puntualmente hambrientas, sino personas, culturas, religiones
también. Un ser migrante lleva a cuestas toda su vida, todo su pueblo,
todo su Dios. Y hay que entrar en su piel y en su alma, y no apenas en su silencio
o en su revuelta.
Con diferentes nombres, todas las
religiones proclaman, celebran y buscan la salvación de la persona
humana. A partir de esa búsqueda común, las religiones
deberían aprender a relativizar lo que es relativo y a absolutizar lo que
es absoluto. No sólo a encontrarse respetuosamente para el
diálogo, sino más bien a convivir en diálogo y del
diálogo. Con esa actitud humilde y abierta, el diálogo no
sólo es posible, sino también deseable y hasta necesario, porque
es complementariamente enriquecedor. «Dios es mayor que nuestro
corazón» (1 Jn 3, 20) debería ser la premisa de todo
diálogo interreligioso. Dios no se agota en una sola revelación.
Y tiene muchos nombres, y siempre es tan misteriosamente inaccesible como
próximo, «más íntimo que nuestra propia
intimidad» (S. Agustín). Ese diálogo paritario,
además, habrá de tenderse no sólo entre los confesantes de
una fe religiosa, sino con todos los militantes de la justicia, y en principio,
con toda la Humanidad. La historia de Dios con la Humanidad es una sola
historia, y, a pesar de la mentira y el odio, tan históricamente
humanos, toda ella es una historia de paz prometida, de vida restaurada y de
plena salvación final. El shalom bíblico, con su
significación de paz plenificada, es sueño y consigna de todas
las religiones: «El nombre del único Dios debe volverse cada vez
más aquello que es: un nombre de paz, un imperativo de paz» (Novo
Millenio Ineunte, 55).
«El fundamento teológico
más profundo del diálogo interreligioso -escribe el
teólogo interreligioso Jacques Dupuis- es la convicción de que, a
pesar de las diferencias, los miembros de las diversas tradiciones religiosas
son co-miembros del Reino de Dios en la historia y caminan juntos hacia la
plenitud del Reino». La convivencia y el diálogo interreligiosos
son, pues, servicio ineludible al proyecto de Dios para la Humanidad.
Esa aldea planetaria que se hace mercado
mundial puede irse haciendo también un gran templo común de
adoración, de reencuentro, de pacificación. Y son muchas las
instancias, los movimientos y las acciones que trabajan con ese soñado
objetivo, en las últimas décadas. Ya en 1970 se fundó en
Kyoto, Japón, la Conferencia Mundial de las Religiones para la Paz
(WCRP)
Esta actitud de diálogo en
profundidad exige generosidad y renuncia, conversión de personas y de
estructuras, la donación del amor y la utopía de la esperanza. A
veces hay que quitarse los zapatos y calzar las babuchas, o descalzarse
simplemente, para entrar en una mezquita o en un círculo ritual. Y se
traduce esa actitud en servicio, en solidaridad, en militancia
económica, política, social… Todas las fes, todas las
religiones, todas las utopías han de ponerse a disposición de la
vida humana y de la creación entera. Este es el gran desafío
común. Y «la respuesta común a los problemas de la
humanización de la existencia en el mundo moderno, más que
cualquier religiosidad común, o sentido común de lo divino, es el
punto más fructífero de entrada a un encuentro de las religiones
en profundidad espiritual, en
nuestro tiempo» (Paul Knitter). En el documento que firmamos varios
pastores católicos y evangélicos, con ocasión de la guerra
contra el terrorismo, reafirmábamos la convicción multisecular de
que no hay paz sin justicia; de que «sin la superación de las
tensiones provocadas por la exclusión y marginación de grandes
mayorías; sin el compromiso concertado y sincero para disminuir las
desigualdades internacionales, para eliminar el hambre, el racismo, la
discriminación contra las mujeres y minorías étnicas y
religiosas, para cancelar o reducir la deuda de los países pobres y para
limitar la destrucción y los daños ambientales,
difícilmente serán gestadas las condiciones para una paz
duradera».
Dios, como razón de esperanza,
como fuerza de vida, como garantía de paz, es el futuro humano para
todas las personas y para todos los pueblos. Felices de nosotros y nosotras si
nos decidimos a ser creyentes y anunciadores de ese Dios y «constructores
de su paz». Sólo así nos podremos reconocer y seremos
reconocidos como hijos/hijas de Dios, como hermanos/hermanas en Humanidad.
En adelante –tiempo nuevo, almas
nuevas- las aisladas actitudes proféticas de un Ramón Llull o de
los místicos sufíes habrán de ser nuestras cotidianas
generosas actitudes.
Shalom, Salam, Axé, Awere, Paz.