Víctimas y victimarios. Perdonar y dejarse perdonar

Jon Sobrino

 

 

 

 

El caso Pinochet, y el de los militares y escuadrones de la muerte implicados en torturas y asesinatos han hecho inocultable un grave problema en muchos países de América Latina: la reconciliación es necesaria, pero es sumamente difícil. Varias son las razones para ello, pero queremos concentrarnos ahora en una que nos parece fundamental: los victimarios no quieren -en general- reconocer su responsabilidad. Peor aún, rechazan el perdón que les ofrecen las víctimas. Sobre esto queremos reflexionar, y, a pesar de la dificultad, ofrecer un camino -utópico- hacia la reconciliación.

 

1. Verdad, justicia y perdón. Después de represión, masacres y guerras tiene que haber algún tipo de catarsis social y hay que buscar “razones mitigantes” para juzgar los hechos, pues, de otra forma, el futuro se hace simplemente inviable. Hay situaciones límite en la Humanidad, y por ello la sabiduría acumulada ha rechazado el fiat iustitia, pereat mundus (hágase justicia, aunque perezca el mundo). Pero esa misma sabiduría ha exigido que la comprensión a la hora de juzgar no lleve a la aberración. De ahí, la declaración de delitos de lesa humanidad, que no prescriben ni son amnistiables. Si todo, absolutamente todo, es condonable, si no hay que rendir cuentas ni de las mayores atrocidades, el futuro de la Humanidad tampoco es viable. Una verdadera reconciliación social debe tener, pues, en cuenta ambas cosas: la posibilidad del perdón social, y que éste no se otorgue de cualquier forma. De ahí surge la necesidad de poner condiciones al perdón. En El Salvador se ha pensado que el camino que mejor lleva al perdón del victimario y a readmitirlo en la sociedad es el de verdad, justicia, perdón.

Contra el encubrimiento y el olvido de los crímenes es necesaria la “verdad”, y por múltiples razones. Objetivamente, se necesita la verdad para saber si perduran estructuras y comportamientos que dieron origen a la barbarie. Se necesita para nombrar debidamente a víctimas y verdugos, y superar la cruel tergiversación de llamar verdugos a las víctimas -responsabilizar a Monseñor Romero, por ejemplo, de las muertes de la guerra- y víctimas a los verdugos. Se necesita para llegar a conocer el paradero de los desaparecidos. En definitiva, se necesita que la verdad -no la mentira- sea el fundamento sobre el que construir el edificio social. Y la realidad se encarga de verificar cuán válida es esta exigencia: muchos de los problemas en Chile, El Salvador, Guatemala en la actualidad, se deben a no querer aceptar la verdad del pasado.

Subjetivamente, se necesita honradez con la verdad para que el ser humano no quede sometido a la deshumanización integral. Para cristianos -y todo el mundo las pueden comprender- son verdaderas las palabras de Pablo a los Romanos: “La cólera de Dios se ha revelado contra los que oprimen la verdad con la injusticia”. Las consecuencias de oprimir la verdad son que las cosas ya no revelan lo que son ni a su creador, el corazón del hombre se entenebrece, y el ser humano cae en la deshumanización total.

Ante la impunidad se necesita también “justicia” con algún componente oneroso. Eso es lo que se pide hoy en América Latina para quienes han sido verdugos. No se trata de venganza ni, mucho menos, de exaltar la crueldad ni de azuzar bajas pasiones. Se trata de imponer gestos al menos, con los que -por lo oneroso- el victimario pueda expresar dolor por lo cometido y mostrar la disposición a reconocer y re-hacer el mal, el propósito de la enmienda y la satisfacción, que se decía antes. En el fondo, se trata de que el ofensor llegue a ser justo consigo mismo, salga de sí mismo para ser “para los demás”, y que eso, que siempre es costoso, quede expresado, de alguna manera, públicamente. Cumplidos estos pasos bien se puede otorgar el perdón con el anhelo de que el ofensor llegue a “estar con los demás” y “lo costoso se transforme en bendición”.

 

2. La dificultad de “dejarse perdonar”. El proceso descrito es necesario, pero los victimarios rara vez se someten a él, y ni siquiera suelen aceptar el perdón que les ofrecen las víctimas. Esto último, aunque no es fácil, ocurre.

En un refugio de El Salvador, el día de difuntos, cerca del altar había varios carteles con los nombres de familiares muertos y asesinados que tenían flores a su alrededor. Había también otros carteles en que sólo se veían unas líneas sin nombres ni flores, y con esta leyenda: “Nuestros enemigos muertos. Que Dios los perdone y les convierta”. Un anciano nos explicaba que de esa manera querían recordar a sus difuntos y enflorarlos. Y añadió: “Pero como somos cristianos, ¿sabe?, creímos que también ellos, los enemigos, debían estar en el altar, aunque no nos atrevimos a ponerles flores. Son nuestros hermanos a pesar de que nos matan y asesinan. Ya sabe usted que la Biblia dice que es fácil amar a los nuestros, pero Dios pide también que amemos a los que nos persiguen”.

Que las víctimas perdonen, con ser difícil, suele suceder. El problema mayor es que los victimarios acepten el perdón que les ofrecen sus víctimas. La dificultad es evidente, pues dejarse perdonar significa reconocer el propio pecado -aceptando la verdad y abriéndose a la justicia-, aunque el perdón lleve también a la paz del ofensor y no le cierre, sino que le abra futuro. Pero a veces la negativa tiene raíces más hondas: no se quiere ceder en “tener razón”, en que nada aberrante hubo en crímenes del pasado, sino, al contrario, algo bueno, patriótico, hasta cristiano. Es la arrogancia, la hybris, el querer “tener razón”. Parece cumplirse, en otro contexto, el final de la parábola de Epulón y Lázaro: ”ni aunque un muerto resucite van a aceptar el perdón ofrecido”. En el fondo se rechaza el perdón porque no se quiere aceptar que la salvación viene de otros. Lo que más dificulta la reconciliación es que los victimarios no se dejan perdonar.

 

3. El aporte del perdón a revertir la realidad empecatada. ¿Qué sentido tiene, entonces, animar al perdón y proponer un camino hacia la reconciliación, si con dificultad se ven sus frutos? La respuesta es utópica y esperanzada: perdonar es, ante todo, un aporte a humanizar la realidad.

Si se me permite una reflexión personal para esclarecer la lógica de lo que acabo de decir, en medio de la barbarie salvadoreña -que me rozaba de cerca- nunca se me ocurrió que me estaban haciendo un daño a mí personalmente, y de ahí que no me venía a la mente el asunto del perdón, si me resultaba fácil o difícil. Cuando me comunicaron por teléfono el asesinato de mis hermanos jesuitas, el corazón quedó helado y la cabeza vacía, pero lo que más me indignó fue escuchar que también habían asesinado a la cocinera y a su hija de quince años. Antes de pensar en el perdón -sí o no-, me inundó el sentimiento de indignación e impotencia ante el misterio de iniquidad. Y lo mismo he sentido al enterarme de la barbarie de El Mozote, los Grandes Lagos, Timor del Este, Irak...

Esa indignación primigenia se configura de diversas maneras, por supuesto. Para una campesina, a quien torturan y asesinan a su esposo y queda sola con sus hijos huérfanos, la indignación y la impotencia, y el asunto de perdonar o no, tiene que ser muy distinto a lo que acabo de decir. En mi caso, indigna y deja sin palabra la prepotencia de los verdugos; el ensañamiento con los pequeños en masacres o al dejarlos más indefensos cuando matan a sus defensores, como a Monseñor Romero; la mentira, el encubrimiento, la desvergüenza de usar el nombre de Dios -o de la democracia- en vano; el descaro de presidentes estadounidenses, jurando ante el congreso mejoría de derechos humanos en El Salvador; el desafío del mal a todo y a todos, el burlarse del bien y de los buenos. También afecta la tibieza de las iglesias y, a veces, el macabro espectáculo de cristianos, sacerdotes y aun obispos del lado del opresor. Y, como ya he dicho, impacta la vileza de no dejarse perdonar.

Antes, pues, que la existencia del “ofensor”, anonada el poder del “mal”, que silencia, humilla, oprime y aniquila al pobre y al débil, como si éstos no tuviesen derecho simplemente a “ser”. Surge entonces la pregunta paulina: “¿quién nos liberará de este mundo de pecado?”. Y surge la pregunta de la teodicea, no por qué tal o cual persona ha cometido tal o cual ofensa, sino por qué es así la realidad y por qué es así -inactivo, impotente- Dios, su creador. Según esto, antes que preguntase por la posibilidad del perdón, como la reacción humana adecuada, surge otra más primigenia: si es posible revertir la historia, humanizar la realidad, que la bondad llegue a envolver al ofensor y a la víctima. Hace años escribí que la gran aporía es que “el pecado tiene poder”. Quisiera ahora decir que la gran utopía es que “la bondad tenga un poder mayor que el mal”.

Dentro de esta esperanza abarcadora, el perdón tiene un primer significado positivo, “metafísico”, podríamos decir. Otorgar perdón es el “aporte”, modesto, utópico y esperanzado a revertir la historia, a hacer disminuir su poder maléfico y ayudar a que crezca su poder benéfico. El perdón expresa la utopía primaria: que el bien puede triunfar sobre el mal.

 

4. El aporte del perdón a la humanización de los seres humanos. Lo que acabamos de decir no quita importancia, obviamente, a la dimensión interpersonal del perdón.

Ofrecer perdón al otro es un acto sumamente personal. No es absolver de pecados, distanciadamente, en el trasfondo canonista (el ad instar iudicii que dice Trento), sino que, como lo hizo Jesús, es acoger al otro que nos ha ofendido, lo que significa no cerrarle futuro, ofrecerle comunión, esperar que ésta sea aceptada y alegrarse en ello. “Cuando vayan a dispararme no me venden los ojos. Quiero que vean que les perdono”, dijo Joan Alsina, fusilado en Chile en 1972.

Ese perdón es gracia, y quien se deja perdonar hace una experiencia de gratuidad. Perdonar nunca puede ser un acto de dominación, aunque fuese sutil. Perdonar no es vencer, como dice J. I. González Faus. “Al contrario es renunciar a una razón que se puede tener, a un derecho punitivo que puede ser muy real... para reconstruir la relación con el otro. El perdón trata de introducir... una lógica imprevista de gratuidad que deshaga la lógica de rivalidad... El perdón aspira nada menos que a cambiar al otro y purificar el propio corazón”. Un perdón “dominador” siempre seguirá siendo expresión de la hybris. Su superación más radical son las palabras de Jesús a la mujer pecadora en el momento en que la “perdonaba”: “Tu fe te ha salvado” (Lc 7, 50).

El perdón, como gracia, tiene su propio poder. Instala al perdonado en su verdad. “Sólo el perdonado se sabe pecador”, decía K. Rahner. La gracia es capaz del gran milagro de hacer triunfar la verdad sobre uno mismo. El perdonado queda liberado de sí mismo, y puede, entonces, explotar en generosidad, como aparece en la meditación de los pecados en los Ejercicios espirituales. Al perdonado agradecido san Ignacio le pide que se pregunte “qué va hacer” y le sugiere, simplemente, “discurrir por lo que se ofreciere”. Su praxis puede quedar liberada de la hybris para no buscarse uno a sí mismo, y para “hacer la revolución como un perdonado”.

Por último, el perdonado puede, a su vez, perdonar. “Amados para amar”, dice Juan. “Liberados para liberar”, dice Gustavo Gutiérrez. “Perdonados para perdonar”, dice Jesús. Perdonar humaniza a la realidad y al ofensor. Y humaniza a quien otorga perdón.

 

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Quizás estas reflexiones ayuden a comprender lo que está en juego en una situación en la que se necesita reconciliación tras la barbarie. Dos cosas más habría que añadir, a las que ahora sólo podemos aludir.

Una es que pecado no es sólo la violencia aberrante que da muerte rápida, sino la injusticia estructural que da muerte lenta. Ante el pecado estructural tenemos que habérnoslas no sólo con personas o grupos, sino con estructuras. Surge entonces la pregunta por el “perdón del pecado estructural”. Perdonar ese pecado sólo puede significar erradicar las estructuras que lo producen, probablemente la más difícil de las reconciliaciones.

La segunda es sobre la Iglesia. En América Latina muchos cristianos han dado ejemplo eximio de perdonar a sus victimarios: los refugiados de San Salvador, Joan Alsina, Monseñor Romero, “perdono y bendigo a quienes lleguen a asesinarme”. Pero la Iglesia tiene también que pedir perdón, con sencillez y claridad -sin diluir la petición en lenguaje ambiguo- por lo que ha ayudado a producir víctimas, o por no haber defendido a las víctimas producidas por otros, como sí lo hizo su Señor. Y, lo más difícil, la Iglesia tiene también que dejarse perdonar por ellas. Si la Iglesia lo hace, cumplirá con un deber ético. Y, además, dado su potencial social, con su ejemplo podrá exigir conversión a los victimarios, y mostrará eficazmente el camino a la reconciliación.